Un jardincillo leve,
varios niños jugando, y a mi lado -yo leía poemas en un banco de piedra-,
una joven mamá que hacía punto
mientras vigilaba
a su pequeño hijo, que, en la tierra,
jugaba con un coche de aluminio
de vistosos colores.
Se acercó otro pequeño,
aproximadamente de su misma edad,
vivaracho, espontáneo, gordinflón y gracioso.
Clavó sus ojos en el cochecillo,
se arrodilló en el suelo
y, casi en éxtasis,
lo acarició temblando de deseo.
Con graciosa humildad, con media lengua, dijo:
"¿Me lo dejas? ¿Un poquito na más?"
El otro sonrió. Fue suficiente.
Lo agarró apresurado,
lo apretó contra sí. La confianza
aleteó en su pecho.
Ya no había humildad en sus palabras,
exigía más bien,
mientras decía con exaltación:
"¿Pa tol día? Di, ¿me lo dejas pa tol día?"
Alegremente
arrastraba afanoso el automóvil,
y yo seguí leyendo,
mientras que la sonrisa
nacía de mis labios. Apretados.
No tardaron mis ojos
en buscar al pequeño apasionado.
El juguete
estaba abandonado junto a un árbol
y él,
travieso,
subía y se bajaba desde todos los bancos.
Una sombra inconcreta
fue creciéndome lenta por los ojos ausentes.
Mientras que me decía,
al borde de la angustia -la angustia que en mis venas
es el líquido rojo
que me voltea despiadadamente-:
"Los mayores
somos también así.
Para siempre", decimos, y...
"Ni los muertos nos viven más allá de un recuerdo
que se inclina en el tiempo
hasta hacerse horizonte".
Me rebelé de pronto.
Yo también... Me pesaba esta carne.
Me pesaba llevarla
sobre los huesos ciegos, pero nunca mudable.
Mi pecho te buscó, Señor, entonces,
se aferró a tu contorno pavoroso y amante.
"Sólo tú -repetía-. Sólo tú, sobre el Tiempo..."
María Elvira Lacaci, incluido en Dios en la poesía actual (Biblioteca de autores cristianos, Madrid, 1970, selec. de Ernestina de Champourcin).
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