Aquel año nacimos en
un cuerpo.
Nos llamaba la atención que golpeábamos.
Golpeábamos el tambor.
Con cada golpe los pájaros se echaban a volar.
Con cada cuarta nota daba comienzo una nueva estación.
Con cada 16ª nota yo paría a un niño.
Así vivíamos nuestra vida.
Nos arrancábamos los años.
¡Tan tan tan!
Golpeábamos el tambor.
Golpeábamos con calma el tambor.
Porque era lo que habíamos aprendido.
Golpeábamos el tambor.
¡Tan tan tan!
Los pájaros se echaban a volar.
¡Tan tan tan!
Una nueva estación.
¡Tan tan tan!
Otro niño.
¡Tan tan!
Cuando los cuerpos empezaron a deformarse, golpeamos entonces
más fuerte, contra las estrías, las arrugas
nuestra mermada fertilidad, la rigidez en la pierna.
¡Tan tan tan!
Pero el niño seguía sin llegar.
Golpeamos entonces aún más fuerte. Nuestro golpe se volvía
algo enconado,
hasta que paramos en la nota 428ª.
Nos miramos y a todos los niños que
habíamos parido,
niños salvajes y malvados,
con cabello salvaje y malvado.
Y miramos los árboles que habían empezado a crecer
entrelazados.
Un lío monumental.
Los pájaros que esperaban nerviosos sobre una rama
nuestro siguiente golpe.
Pero no golpeamos.
Ya no golpeamos más.
Nos miramos y talamos los árboles
construimos una casa, sepultamos hondo el tambor en la tierra negra como nuez.
Y empezamos a vivir. Pelamos y cocinamos los frutos
y le contamos a nuestros hijos la historia del tambor
y no golpeamos, no comenzaron las estaciones.
Los pájaros descansaban en un sauce alto.
Y todo estaba bien.
Y nos preguntábamos quién nos había entregado en un principio el tambor.
¿Quién nos había ordenado golpear? ¿Quién nos había traído a los pájaros, los árboles?
¿Nos había marcado el ritmo? ¿Y dónde habíamos estado antes? ¿Por qué?
Marije Langelaar en Vonkt (2017), incluido en Vallejo & Co. (14 de septiembre de 2021, Perú, trad. de Daniela Martín Hidalgo).
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