No es justa la tierra, trasnochemos con las preguntas del mar en la noche y al alba anclemos los puertos. Todavía hay escarcha en los atracaderos y los cafés se adornan orgullosos con ropajes de peces saltarines y de redes. El musgo todavía reverdece sobre la roca y la copa tiene café con alcohol. En la lejanía, en una oscura llovizna, aparecen las barcas de pesca y en las cercanías, un gorro que flota.
No nos acostumbramos al mar. Aquellos desiertos nos hacen señales en la sangre como pañuelos. En el sosiego del sueño despiertan para poblar nuestros sueños y dicen: ¿Hacia dónde es esa huida? Por sorpresa vislumbramos una caravana de camellos que caminan sobre el agua, oímos los cascabeles, pero nos refugiamos en la quietud de la fantasía y después nos enrollamos el manto como un turbante. Somos marineros con turbantes. Camelleros en los mares. Un duro retiro.
¡Dios de los arrabales! Nos has conservado el lenguaje del ave totano, y el grito del pájaro: ¡shilú! ¿Por qué en un instante se transforman las ciudades en una nube?
¡Dios de los arrabales! ¿Es mucho pedir tener una casa? A los animales salvajes les has otorgado el derecho al sueño cuando cae la noche, a las plantas les has concedido la languidez, y a los pájaros, la calma del bosque en la bendición de la tarde. Padre mío, Dios de los arrabales, tenlo presente, no te has equivocado.
Hemos envejecido, y nuestros nietos se deslizan unas veces sobre la nieve y otras sobre la arena. Y nuestros hijos son asesinados. Las batallas están perdidas, Dios mío. ¿No podrías impedirlas? Tú eres el Todopoderoso, ¿nos hallamos, pues, fuera de tu poder? Hoy, una cosa, mañana, otra, y pasado mañana... ¿Comienza la oración? Estoy en casa ahora, en un pueblo inglés. Cae la nieve, el gato maúlla y mi vino está en la tinaja.
La tierra es nuestra morada, de nosotros, sus hijos. Se decía: Quien cultive la tierra sacará provecho. ¡Cuánto trabajamos hasta ulcerársenos la piel! ¡Cuánto se cansó la tierra! Quizá huyó aquel ángel, quizá convenció a las criaturas de que rezaran. Nuestro pueblo estaba sobre el agua. Nuestras chozas eran de caña y de barro; nuestras ropas, burdos tejidos. Es la tierra. Pero nuestros gritos estaban en los límites del canto, y nuestras estaturas eran elevadas.
¿Volverá a nosotros la tierra? Di: Volveremos nosotros a la tierra. Las palmeras del firmamento tienen la copa morena, morena, morena. Estrella de las alturas: te quiero, morena. Me hallo aquí, en extraños arrabales. Mi casa no es mi casa. Mi gente no es la gente. ¡Desciende, tarde! ¡Hunde tus copos de nieve, frío, bajo los huesos! La ciudad lanza sus luces desde lejos. Paz a nuestro candil en la oscuridad. Paz a quien responda al saludo.
Saadi Yousef, incluido en Poesía árabe. 16 poetas árabes contemporáneos (Biblioteca digital, República Dominicana, 2008).
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