para informar que nada sabe de los papeles
de recienvenido. A sus espaldas se levantan
las gavetillas de tarjetas, las perfectísimas
codificaciones. Y el sol copia los altos vitrales
en las mejillas de las dactilógrafas. Los archiveros
bajan a las bóvedas, con pies de plomo, pesquisando
en periódicos de un año antes. Un extranjero hace mutis.
Sobre la mesa de cristal yace vencido Alejandro
de Macedonia, en su ataúd de ocho y media por once.
Quiénes serán las adolescentes que ronronean
al final del pasillo, la señora que lee, el joven que pasa
sobre la filosofía del arte, la señora que fuma de pie,
el profesor que descuida sus libros de álgebra.
El sol incendia las columnas de mármol.
Una niña, suave como la miel de campanillas,
se inclina ante el santuario. Pregunta por Boscán,
por Garcilaso y la égloga primera. Y gravemente
se pone a transcribir los versos, cuajados de erratas,
en su cuaderno azul.
Luis Suardíaz, incluido en Nueva poesía cubana (Ediciones Península, Barcelona, 1970, ed. de José Agustín Goytisolo).
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En voz muy baja
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