Según la bipolaridad del gesto dos manos juntas provienen del mismo árbol
hermético. El rostro debe ir cualquiera de estos días a la academia donde aprenden
a cantar las estatuas. La línea de producción de ruido donde la hija eyacula en la
escafandra su gota de música, su dosis blindada en el párpado. Sin avisarle a la
madre salvaje fui a contemplar las señales al cuenco que equivoca a la muerte.
Dije, he aquí la lluvia sin duelo que gira como un disco caliente sobre la tierra. He
aquí, pausado animal sin orillas, el vidrio que le da de comer a la sombra. La bestia
rumia la pezuña que no sueña y habla despacio a las cejas tras la cabeza en blanco.
Una mano vale más que una carta con la letra apretada, un puñado de relincho a
la espera. Por eso no escribo la matanza entre los sustantivos ni me infiltro como el
verbo en el prepucio de la abstinencia. Mejor conocer la glándula en su celda que
la evaporación del silbido en el pecho instantáneo. La imagen que se desdobla hace
hora ante el espejo de mano de la eternidad mientras los trenes se arrastran como
carnadas. Prefiero no decir que alguien con muy buenos ojos olisqueaba debajo de
las sábanas. Las manchas se han oscurecido después del tiempo muerto. Las llagas,
sin embargo, puro terciopelo y epifanía sorda. Cazar al proscrito en las venas no es
lo mismo que estrangular las llaves cuando cierran la puerta. Según los maestros
albinos la unidad no puede ser dada de baja antes que aparezca un señuelo. Según
la cabeza que rueda en la playa la sed de absoluto tropieza con un pensamiento
anhelante, cojea hasta el abismo después de la traición como un barco olvidado por
su propio peso. Los antiguos muertos, los bellos suicidas y los que no han llegado
todavía a la esfera, presentan una imagen fantástica. Las puertas se abren y detrás
del tubérculo las voces saludan a todos con confianza, como si hubieran asistido
a mi nacimiento. Me quedo con el resplandor lleno de dudosas lenguas, paredes
horadadas por las que asoman los que nacen y esperan. Antes que se despierten
prefiero que hablen, antes que hablen prefiero que se incendien. Claramente no soy
la buhardilla de barro que atraviesa el último pie del paraíso. No soy el que dice
estas cosas acodado en los altísimos balcones. Hablo de una época en que usaba los
mismos procedimientos de la noche, una edad que nunca aparece entre las cartas
incógnitas. Crucé la aduana de espaldas, como si no me vieran. Andaba de paso,
sin oídos, en el país poblado con fosas desnudas. Tenía en el alma una tortuga y un
cazador de profecías mulatas, un museo sin gusto y una belleza sin coartada. Las
palabras giraban en mí como si fueran escritas por última vez. Les duele la boca
reflejada a los pregoneros de la duplicidad y la horca. Les duelen los caminos que
se bifurcan y los paisajes que se descomponen a través del prisma negro. La cabeza
en blanco acepta coronas de especie ninguna, otra viña para la desgracia.
Javier Bello en
Los grandes relatos (2015), incluido en
Nayagua. Revista de poesía (nº 22, julio de 2015,
Fundación Centro de Poesía José Hierro, Getafe).
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Gancho en el espejo, La jaula de la verdad
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