Nunca gocé ternura más extraña
que una tarde entre las manos prolijas
del barbero de campaña,
furtivo carbonario que tenía dos hijas.
Yo venía de la montaña
en mi claudicante jardinera
con timidez urbana y ebrio de primavera.
Aristas de mis parvas
tupían la fortaleza silvestre
de mi semestre
de barbas.
Recliné la cabeza
sobre la fatigada almohadilla,
con una plenitud sencilla
de docilidad y de limpieza;
y en ademán cristiano presenté la mejilla...
El desconchado espejo
protegido por marchitos tules,
absorbiendo el paisaje en su reflejo,
era un óleo enorme de sol bermejo,
praderas pálidas y cielos azules.
Y ante el mórbido gozo
de la tarde vibrada en pastorelas,
flameaba como un soberbio trozo
que glorificara un orgullo de escuelas.
La brocha, en tanto,
nevaba su sedosa espuma
con el encanto
de una caricia de pluma.
De algún redil cabrío que en tibiezas amigas
aprontaba al rebaño su familiar sosiego,
exhalaban un perfume labriego
de polen almizclado las boñigas.
Con sonora mordedura
raía mi fértil mejilla la navaja,
mientras sonriendo anécdotas en voz baja,
el liberal barbero me hablaba mal del cura.
A la plática ajeno,
preguntábale yo, superior y sereno
(bien que con cierta inquietud de celibato)
por sus dos hijas, Filiberta y Antonia,
cuando de pronto deleitó mi olfato
una ráfaga de agua de colonia.
Era la primogénita, doncella preclara,
chisporroteada en pecas bajo rulos de cobre,
mas en ese momento con presteza avara
rociábame el maestro su vinagre a la cara,
en insípido aroma de pradera pobre.
Harto esponjada en sus percales,
la joven apareció un tanto incierta,
a pesar de las lisonjas locales.
Por la puerta
asomaron racimos de glicinas
y llegó de la huerta
un maternal escándalo de gallinas.
Cuando, con fútil prisa,
hacia la bella volví mi faz más grata,
su púdico saludo respondió a mi sonrisa.
Y ante el sufragio de mi amor pirata,
y la flamante lozanía de mis carrillos,
vi abrirse enormemente sus ojos de gata,
fritos en rubor como dos huevecillos.
Sobre el espejo, la tarde lila
improvisaba un lánguido miraje,
en un ligero vértigo de agua tranquila.
Y aquella joven con su blanco traje
al borde de esa visionaria cuenca,
daba al fugaz paisaje
un aire de antigua ingenuidad flamenca.
Leopoldo Lugones en Los crepúsculos del jardín (1905), incluido en Antología crítica de poesía modernista hispanoamericana (Alianza Editorial, Madrid, 2008, ed. de Mercedes Serna Arnaiz y Bernat Castany Prado).
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