Oscurecía, cuando le pregunté: «¿Qué país estraño es este a que he llegado?»
Bajó los ojos por toda respuesta, y, mientras se iba andando, el agua glugleaba en el cuello de su cántaro.
Los árboles penden vagamente sobre la ribera, y se ve la tierra como si ya perteneciese a lo pasado. El agua está muda, los bambúes callan oscuros; una ajorca tintinea contra un cántaro, allá abajo, en la vereda.
No remes más, ata la barca a ese árbol, que me gusta esta tierra.
La estrella vespertina se pone tras la cúpula del templo y la palidez de mármol del embarcadero ronda el agua negra. La luz de las ventanas escondidas, que da, astillada por los árboles del camino, en la oscuridad, hace suspirar a los caminantes tardíos; y, allá abajo, en la vereda, la ajorca tintinea todavía contra el cántaro y los pasos que se van susurran entre las hojas.
La noche es ya profunda, las torres del palacio se yerguen espectrales, y el pueblo zumba fatigado.
No remes más; amarra la barca a un árbol, que voy a descansar en este país estraño que yace vagamente bajo las estrellas, donde la oscuridad palpita con el tintineo de una ajorca que va tocando contra un cántaro.
Rabindranath Tagore en La fujitiva (1918) (Alianza Editorial, Madrid, 1984, trad. de Zenobia Camprubí y Juan Ramón Jiménez).
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