No sé qué fuimos. Me veo
en estas fotos con un rostro
adolescente inquietante,
porque, aunque te sorprenda,
también me llamaban
como tu me estás nombrando
entre tanta risa incrédula.
Porque tu también existías
con los vaqueros
por encima de los tobillos.
Tantas veces nos hemos reído
en aquellas clases húmedas,
con las notas y las caricaturas,
con las chuletas de Historia
en las cajoneras desordenadas
de los pupitres verdes.
Entonces, bastaba la sonrisa privada
de las niñas de pechos rectos.
Después vino el pelo largo,
la universidad, las botas color hachís,
el carné de conducir, los exámenes
en las frías aulas, la primavera
en las cafeterías y en los jardines
arbolados del campus, las palabras
más valientes, el local de ensayo,
los cuerpos apetecibles sólo por una noche.
Y los silencios matrimoniales
de los novios tristes
eran la extensión indudable
del vacío que presentíamos.
Así, hicimos del viernes
un pacto de frecuencia,
bebimos la luz violenta
de la noche, deshicimos
la realidad con los ojos
de la percepción, por bares,
por valles sin dirección, ávida
de placeres invencibles,
rumorosos, en los dormitorios
de posters y ventana con lluvia.
Con veinte años uno se cree que el mundo
es contemplar, ver pasar, ver estar,
nada más.
Pero más allá del mundo de Off,
de la llanura de todo lo que no es presente,
del instante que ya dejó de existir,
inquietamente queriendo y no pudiendo,
acechan el silencio de las estrellas
y las galaxias infinitas,
como murciélagos colgados de una rama helada.
Pasa el tiempo, es verdad,
-como pasan los autobuses rojos
que pierdo todas las mañanas
para ir al trabajo-,
y las palabras, las tuyas y las mías,
parecen butacas de un cine abandonado.
Lo sé. Somos tan frágiles
que olvidamos lo que fuimos.
Por eso buscamos en el mar
un refugio para la palabra,
cerramos los ojos los lunes
y los abrimos en cualquier cafetería,
sobre el cuerpo que nos pertenece,
en los balcones de las calles agradables,
o ante la voz familiar de un conocido.
Porque los años vividos desaparecen
como un jardín en la nieve,
ayer aprendimos a encontrar la risa
y hoy estamos aprendiendo a jugar con la nieve.
Daniel Benito en Memoria de una puerta (Ediciones Vitruvio, Madrid, 2002).
Otros poemas de Daniel Benito
Historia de un final, Jardín en la nieve, Libro I (IX, XX), Libro II (XIII, XVIII)
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