Esquilmabas lo madre de la Tierra
con raíces de hombre. Miguel; árbol.
Su savia
te alzaba desde el miedo hasta la libertad,
repartía vida por el tronco recio
y se desmoronaba por la boca que maduraba versos.
La higuera y el almendro, la abeja y la majada
seguros de tu origen te escuchaban.
Podabas el dolor con la belleza,
el agrio limonero se injertaba al ciruelo
y se agridulceaban hermanados,
era el amor en ti naturaleza.
Volabas la palabra con honda de pastor,
agrandando horizontes se la dabas al viento
y en la luz aletea un nacido color.
Pero escuchaste un día metrallas al viento,
ese viento del pueblo en que apriscó tu canto.
De dos azadas rotas hicieron una cruz
y el carro de combate cargó contra el arado.
Con la honda te alzaste a enfrentarte al gigante,
romántico David, hortelano de mares,
que a los muertos soñabas con desamordazarlos,
a tu voz el silencio no podía enyuntarse.
Si la paz de las flores de tu almendro de nata
se tornó de amapola llovida por la sangre,
¡tú, Miguel!, ¡tú poeta!, no podías callarte.
Después, mintió la Biblia,
te derribó el gigante.
Pero tu voz se escucha a pesar de la cárcel,
a través de la muerte,
navegando en la sangre.
El hombre mata al hombre,
pero al poeta nadie, Miguel. Hondero de verdades.
Pedro Beltrán en Burro de noria (MR-Ediciones Martínez Roca, 2002).
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