La elasticidad de crear
va de la mano con la violencia.
Plegar la energía del interior
al exterior, manejar
la fuente para suscitar imágenes.
Concatenar el jardín,
injertar agua en la maleza, en la luz
y hacer fotosíntesis del ego
hasta que exuden de la cara los nutrientes,
y las manos y la piel rezumen
el acto de hacer algo.
La violencia no se limita a la creación
o al producto de la creación,
sino que envuelve
la capacidad misma de crear.
Dictar la ley del individuo.
Desatar una oleada que es, al mismo tiempo,
dolor y no dolor,
un exquisito kitsch,
el suntuoso meneo
de hallar lo brutal y conservarlo.
Hacer es una modulación tan vasta
que elonga, envuelve, contiene
y aporta el cebo para fantasear
con algo novedoso. El arte renueva
su expolio y dirige su fijeza.
Esta no es una descripción banal del dolor.
Ni la tendencia a lastimar
realmente, mediante confrontación y asedio.
Ni el dolor opresivo
que elimina la posibilidad de todo lo demás,
que tunde trivialmente la armonía
y finge razón en nombre de un
autocontrol precariamente didáctico.
No. La suave decadencia de sentir
el cuerpo entero estremecerse al ritmo,
un temblor que disminuye
incomodidad que purga.
El dolor es una eminencia, mecánico esplendor original.
(Perdón: la plegaria deviene erótica).
Klara du Plessis en Hell Light Flesh (2020), incluido en Periódico de poesía (6 de diciembre de 2021, UNAM, México, versiones de Daniel Saldaña París).
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