1
Crecí en una ciudad de viento.
Me rodearon sus habitantes, confundidos, inquietos, sin entender por qué ante ellos algo distinto, sin virtud, casi como una advertencia, ofendía la solidez de sus cuerpos bajo los neones del verano.
Habían aprendido a resistir.
2
Mi padre intentó ayudarme. Me condujo hasta la playa, me detuvo en la arena y me dijo:
-Acá está tu pequeño médano. Te corresponde defenderlo.
Pero era un día de viento.
Durante horas, centinela torpe, sentí la arena dúctil, erosionada, desapareciendo bajo mis pies.
Agua en la grieta, techo roto, sal y sudestada. Habían aprendido a resistir.
3
Mi madre intentó ayudarme.
Abrió ventanas y puertas para mostrarme cómo una cosa podía entrar en otra sin mellarla.
Pero eran días de viento.
Crecí en una casa atravesada por corrientes de aire. Cuanto más fuertes, tanto más firme, áspero, impenetrable, el rostro de mi madre, que así intentaba enseñarme a respirar.
Miraba hacia afuera y, al volverse, parecía decirme:
-Ahí está tu médano. Aprende.
4
Intenté imitarla.
Decidí alimentarme del viento. Lo miré de frente. A medida que las ráfagas entraban mi solidez desaparecía.
Mi cuerpo iba transformándose en un recinto de viento.
Ahí, el remolino más intenso, el mejor bastión.
Ahí, para que ella respire siempre, su primer huésped.
Pero ella se volteó con tristeza y me dijo:
-Has deshecho tu médano.
5
Me dirigí a los otros.
Hacia ellos conduje mi casa de viento. Giré y giré, pero no me vieron.
Quisieron atravesarme sin entender por qué, llegados al sitio, algo más allá de toda resistencia obligaba a dar vueltas, a retirarse.
Ahora la ciudad está cerrada para mí.
6
He soplado sobre los años.
Aguardo.
Sueño un día quieto, esa mirada abierta donde deshacer la disonancia.
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