Entre los gestos del mundo
recibí el que dan las puertas.
En la luz yo las he visto
o selladas o entreabiertas
y volviendo sus espaldas
del color de la vulpeja.
¿Por qué fue que las hicimos
para ser sus prisioneras?
Del gran fruto de
la casa
son la cáscara avarienta.
El fuego amigo que gozan
a la ruta no lo prestan.
Canto que adentro cantamos
lo sofocan sus maderas
y a su dicha no convidan
como la granada abierta:
¡Sibilas llenas de polvo,
nunca mozas, nacidas viejas!
Parecen tristes
moluscos
sin marea y sin arenas.
Parecen en lo ceñudo
la nube de la tormenta.
A las sayas
verticales
de la Muerte se asemejan
y yo las abro y las paso
como la caña que tiembla.
«¡No!»,
dicen a las mañanas
aunque las bañen, las tiernas.
Dicen «¡No!» al viento marino
que en su frente palmotea
y al olor de pinos nuevos
que se viene por la Sierra.
Y lo mismo que Casandra,
no salvan aunque bien sepan:
porque mi duro destino
él también pasó mi puerta.
Cuando golpeo me
turban
igual que la vez primera.
El seco dintel da luces
como la espada despierta
y los batientes que avivan
en escapadas gacelas.
Entro como quien levanta
paño de cara encubierta,
sin saber lo que me tiene
mi casa de angosta almendra,
y pregunto si me aguarda
mi salvación o mi pérdida.
Ya quiero irme y
dejar
el sobrehaz de la Tierra,
el horizonte que acaba
como un ciervo, de tristeza,
y las puertas de los hombres
selladas como cisternas.
Por no voltear en la mano
sus llaves de angustia muertas
y no oírles más el crótalo
que me sigue la carrera.
Voy a cruzar sin
gemido
la última vez por ellas
y a alejarme tan gloriosa
como la esclava liberta,
siguiendo el cardumen vivo
de mis muertos que me llevan.
No estarán allá rayados
por cubo y cubo de puertas
ni ofendidos por sus muros
como el herido en sus vendas.
Vendrán a mí sin
embozo,
oreados de luz eterna.
Cantaremos a mitad
en los cielos y en la tierra.
Con el canto apasionado
heriremos puerta y puerta
y saldrán de ellas los hombres
como niños que despiertan
al oír que se descuajan
y que van cayendo muertas.
recibí el que dan las puertas.
En la luz yo las he visto
o selladas o entreabiertas
y volviendo sus espaldas
del color de la vulpeja.
¿Por qué fue que las hicimos
para ser sus prisioneras?
son la cáscara avarienta.
El fuego amigo que gozan
a la ruta no lo prestan.
Canto que adentro cantamos
lo sofocan sus maderas
y a su dicha no convidan
como la granada abierta:
¡Sibilas llenas de polvo,
nunca mozas, nacidas viejas!
sin marea y sin arenas.
Parecen en lo ceñudo
la nube de la tormenta.
de la Muerte se asemejan
y yo las abro y las paso
como la caña que tiembla.
aunque las bañen, las tiernas.
Dicen «¡No!» al viento marino
que en su frente palmotea
y al olor de pinos nuevos
que se viene por la Sierra.
Y lo mismo que Casandra,
no salvan aunque bien sepan:
porque mi duro destino
él también pasó mi puerta.
igual que la vez primera.
El seco dintel da luces
como la espada despierta
y los batientes que avivan
en escapadas gacelas.
Entro como quien levanta
paño de cara encubierta,
sin saber lo que me tiene
mi casa de angosta almendra,
y pregunto si me aguarda
mi salvación o mi pérdida.
el sobrehaz de la Tierra,
el horizonte que acaba
como un ciervo, de tristeza,
y las puertas de los hombres
selladas como cisternas.
Por no voltear en la mano
sus llaves de angustia muertas
y no oírles más el crótalo
que me sigue la carrera.
la última vez por ellas
y a alejarme tan gloriosa
como la esclava liberta,
siguiendo el cardumen vivo
de mis muertos que me llevan.
No estarán allá rayados
por cubo y cubo de puertas
ni ofendidos por sus muros
como el herido en sus vendas.
oreados de luz eterna.
Cantaremos a mitad
en los cielos y en la tierra.
Con el canto apasionado
heriremos puerta y puerta
y saldrán de ellas los hombres
como niños que despiertan
al oír que se descuajan
y que van cayendo muertas.
Gabriela Mistral en Lagar (1954), incluido en Antología de la poesía hispanoamericana contemporánea 1914-1970 (Alianza Editorial, Madrid, 1971, selec. de José Olivio Jiménez).
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