Que realmente fue tremendo,
Entre bombas que casi seguro que llegaban
Y cohetes que finalmente se fueron,
Y que si sí y que si no.
El kennedi hasta habló de cenizas en los labios,
Y los pedantes dijeron: Eliot, Eliot.
Pero la mayoría no dijo casi nada
(O se limitó a decir a los amigos: «Fue bueno haberte conocido»):
Se puso el uniforme de miliciano,
Y a ver qué es lo que había que hacer.
Cada mañana, cuando se abría los ojos,
Venían y le decían a uno: anoche pasamos un peligro tremendo,
Estuvimos a punto de termonuclearnos todos en el planeta.
Uno se sentía contento de haber amanecido.
El día empezaba a estirarse lenta, lentamente.
Cada hora, cada minuto eran preciosos,
Y en cada hora pasaba un montón de cosas.
Entre las seis y las ocho llegaban los periódicos, el café con leche y las primeras llamadas.
A las ocho era despedirse a lo mejor para siempre.
A la tercera o cuarta vez de hacerlo, la imagen de Héctor y Andrómaca se había debilitado mucho.
Entre las ocho y las diez, rodeados de gente que llegaba, llamadas, saludos, mensajes,
Las noticias más frescas empezaban a desbordar las redacciones:
Se conversaba, no se conversaba, si se conversara.
Conversación, sinversación, verconsación.
A la hora de almuerzo se había adelantado muy poco y se comía sin apetito.
Después había una reunión, otra reunión, la misma reunión.
Alguien llegaba con nuevas noticias: cartas cruzadas, palabras cruzadas, dedos cruzados.
Los que entraban y salían iban oscureciendo el día
Hasta que era de noche nuevamente.
El periódico de la tarde por una vez tenía noticias distintas a las de la mañana.
A la hora de acostarse (aunque fuera sobre una dura mesa de palo)
Parecía que, en fin, según, sin, so, sobre, tras,
Con esa esperanza copiosa se dormía,
Aunque sabíamos que a la mañana iban a decirnos
Que por la noche habíamos corrido un peligro mortal.
Era necesario dormir ese peligro, como el viajero del avión
Que se entera, al llegar a tierra,
Que durmió la noche sobre el Pacífico con un solo motor en el aparato,
Y recuerda que se había olvidado de asustarse.
A las setentidós horas, ya se conocía el ritmo:
Peligro mortal - amanecer - pesimismo - poco almuerzo - posibilidad - dormir -
Peligro mortal - etc.
Entonces vino lo que vino y lo que se fue
Y vino que,
Entonces,
—El piano, por favor.
Roberto Fernández Retamar, incluido en Nueva poesía cubana (Ediciones Península, Barcelona, 1970, ed. de José Agustín Goytisolo).
Otros poemas de Roberto Fernández Retamar
Abandonar París, Detrás de una ventana, Sonata para pasar esos días, y piano, Usted tenía razón, Tallet: somos hombres de transición
Toca aquí para ir al Catálogo de poemas
Me ha gustado mucho el artículo, me ha recordado mucho a esos días en los que era pequeña e iba a la librería de mi casa a leer con la dueña, que momentos
ResponderEliminarPues bien por el poema entonces.
Eliminar