Cuando veo que la vida me vuelve la cabeza
y sé de cierto que la muerte me da alcance,
desearía vivir en cualquier escondrijo,
en lo más alto de una montaña escarpada,
batida por los vientos, alimentándome
de semillas derramadas, el resto de mi vida,
solitario, sorbiendo agua de oquedades.
Es mi amigo quien deseó la muerte alguna vez,
pues yo, palabra, la deseé cincuenta al menos,
y, ahora que llega la hora de partir, me parece
no haber obtenido del mundo desde siempre
sino una mirada, fugaz como un relámpago.
¿Quién llevará de mí a Ibn Hazm noticia,
él que fuera mano en las desgracias, los aprietos?
Sobre ti, me voy para siempre, sea la paz de Dios,
bástete como viático, te lo da un amigo que parte.
No olvides velarme cuando me pierdas,
rememorar mis días, los dones de mi carácter,
y, cuando me echen a faltar,
conmueve, por Dios, cada vez que me recuerdes
a todo mozo valiente, despabilado.
Quizás mi cuerpo, en su sepultura, escuche algo
de la letanía del salmodio o del tañido del músico.
Al ser recordado tras la muerte, tendré descanso:
no me lo neguéis pensando que no es solaz de difuntos.
Yo pongo mi esperanza en Dios por tiempos pasados
y los pecados cometidos: Él conoce mis verdades.
Abu Amir ibn Suhayd, incluido en Treinta poemas árabes en su contexto (Ediciones Hiperión, Madrid, 2006, selec. y trad. de Jaime Sánchez Ratia).
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