cuando ya nada vuela de su frío,
las puertas tras de mí se van abriendo
mientras no alumbra ya la luz del día,
y sólo en pos de mí mi verso anda
aunque no está mi mano que lo guíe,
y entre la nube y la palabra dicha
la nieve a la canción cantando acecha.
Cuelga del aire el estandarte viejo
con la pintada faz desencajada,
y ahora que el viento de moverlo deja
siento a mi corazón medio desnudo:
por eso con la brisa subo y bajo
cual pétalo del tallo desprendido
y, aunque parece que mi peso es poco,
seré, al caer, pariente de la roca.
Tiende todo a tardar y, si camina,
va tropezando al cabo entre sus pasos
y, dando testimonio del destino,
queda hacinado en un montón de huesos:
queda como en la noche el frío viene
tras la lluvia, pendido en las baldosas,
o como escapa el humo, tras el fuego,
ajeno a la madera y a su llaga.
Donde ayer se posó la mariposa
se abre mañana al sol una pregunta,
y pondremos la mano por acaso,
llenando del paréntesis la cuenta;
y entre el dolor que cede al propio peso
y se convierte en sal, crece entre tanto
un árbol cuyas ramas florecidas
cobijan a la música en sus nidos.
Sin compasión nos hiere con su engaño
cuanto ha pasado y al pasar no era,
puesto que todo, al fin, deja su empeño
colgado de las cuerdas de la lira:
nadie con ojos puros acompaña
a cuanto sin cesar despierta y muere,
ni arranca de entre vértices y alude
las imágenes altas y desnudas.
Sólo esperar: oficio en que la mano
no conoce herramienta; nube triste
que, aunque quiere llover, poder no tiene
sobre el viento; corriente que no basta
para navegaciones ni carena,
y esperanza agitada por el susto:
así, entre no haber vida y estar muerto,
la eternidad afirma y niega al arte.
Ángel Crespo en Orfeo furioso (1971-1995), incluido en Poetas órficos (Huerga y Fierro Editores, Madrid, 2004, ed. de Francisco Ruiz Soriano).
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