Cierto día, me quedaba dormido de cansancio y deseaba dormir.
Me tendí en el lecho y el sueño me embargó.
Me pareció correr por un hermoso prado,
mientras cabalgaba sobre un caballo con silla y con bridas.
En el cinto llevaba una espada, en mi mano una lanza,
me ceñía unas armas, unas flechas y un arco.
Me pareció perseguir con tesón una cierva
que por momentos se detenía y, al instante, corría impetuosamente.
Comencé a correr por la mañana para ver si podía alcanzarla,
y corrí hasta que llegó el mediodía.
De pronto, la cierva se perdió de mi vista,
pero no sé decir ni cómo ni cuándo desapareció.
Entonces, dejé de correr, de darme prisa,
de perseguir a la incansable cierva y de cansar a mi caballo.
Andaba muy lentamente, caminaba despacio,
me sentía maravillado del mundo, de las flores y de su belleza.
Al atardecer, llegué al centro del prado
y encontré un árbol espléndido y me apeteció desmontar.
Desmonté junto al árbol y até mi caballo.
Me despojé de las armas y las colgué junto a mí.
El lugar en donde desmonté, quiero decir en donde estaba de pie,
era el centro del prado y estaba lleno de flores.
El árbol era tierno y tenía un denso follaje,
frutos en flor y manzanas aromáticas.
Y las incontables aves que anidaban en el árbol
gorjeaban cada una según su naturaleza y su armonía.
Y, por la hermosura del árbol, el encanto del lugar,
la melodía de las aves y el cansancio del día,
me eché a descansar como a la fuerza,
mientras contemplaba la alta cima del árbol.
Y me pareció ver una abeja en un panal
de miel cerosa, abundante y densa.
De pronto, me puse a escalarlo y se me apeteció el alimento,
pero la abeja, de lejos, me recibió con irritación.
Entonces, trepé por el árbol con enormes dificultades
y me detuve en el punto en que veía a la abeja.
Extendí la mano, cogí un poco de cera, probé la miel
y mi pensamiento decía en mi interior: "Da a tu alma lo que desea".
Comía pero no me saciaba, devoraba pero seguía con hambre
y volvía a la comida, como un hambriento, una y otra vez.
Pero la abeja no dejaba de perseguirme continuamente
y el árbol, según vi, comenzó a agitarse,
a temblar repetidamente, a moverse y a parecer que se iba a derrumbar.
Dejé de comer y sentí miedo.
Miraba el árbol, las ramas en derredor
y volvía a mirarlo para ver quién lo estaba sacudiendo.
Y me pareció que dos ratones daban vueltas al árbol,
uno negro y otro blanco, y que roían con avidez su raíz.
Y tanto consiguieron, que se inclinó para caer
en donde la raíz ordenó a la copa que se pusiera.
Al verlo, me atemoricé, me apresuré a bajar,
pero, como la abeja en su comida, me quedé allí atrapado.
Y el árbol, que yo esperaba que permaneciese en el prado,
quedó al borde de un abismo y de un pozo oscuro.
Y me pareció que, al inclinarse, buscaba el abismo
y que el día desaparecía por completo y se hacía de noche.
En aquel instante, perdí la esperanza de mi salvación
y comprendí por fin a dónde iría a parar.
Vi un terrible dragón en el fondo del pozo
que bostezaba a la espera de que yo cayese hasta abajo.
Entonces, el árbol se cayó y me fui con él
mientras las aves salían volando y las abejas huían.
Y me pareció que caía en la boca del dragón
y que entraba en una tumba oscura, en la tierra, en el suelo tenebroso.
Allí, a donde fui a parar, en aquel lugar oscuro,
me pareció oír a una muchedumbre y alboroto de gente
que peleaban por mi llegada, que hablaban de mí.
Entre ellos se dio la orden de enviar a ver
quién había entrado en el Hades, quién había provocado el alboroto
y quién había abierto la puerta y había entrado sin su consentimiento.
Bergadís, incluido en Antología de la poesía griega. Desde el siglo XI hasta nuestros días (Ediciones Clásicas, Madrid, 1997, ed. de José Antonio Moreno Jurado).
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