traidores sobre tan frágil navío surcó
y, las tierras propias a sus espaldas viendo,
confió la vida a brisas inconstantes;
quien, cortando las superficies con rumbo dudoso,
fue capaz de librarse a un leño débil
-entre los caminos de la vida y de la muerte
límite trazado demasiado tenue-.
Nadie aún las estrellas conocía
y de los astros con que se pinta el éter
nadie hacía uso; aún a las Híades lluviosas
esquivar sabía embarcación ninguna,
ni las luces de la Cabra Olenia,
ni los Carros de las Osas que sigue
y dirige pausado el anciano Boyero;
ni aún el Bóreas, ni aún el Céfiro
nombre tenían.
Se atrevió Tifis a desplegar las velas
en el espacioso ponto
y nuevas leyes dictar a los vientos:
ahora tender el velamen todo desplegado,
ahora, con la escota adelantada, recoger
los vientos sesgados, ahora las entenas
colocar seguras en medio del mástil,
ahora amarrarlas en todo lo alto,
cuando ya los soplos demasiado ansioso
el marino todos desea y, con la vela
alzada, tremolan los gallardetes bermejos.
Nuestros padres tiempos felices
vieron, lejos del todavía remoto engaño.
Acercándose cada cual perezoso a sus costas
y logrando la vejez en el campo paterno,
rico con poco: a no ser las que le dio
el suelo donde nació, ignora otras fortunas.
Los pactos del mundo bien demarcado
los reunió en uno solo el pino de Tesalia;
hizo que sufriera golpes el ponto,
que una porción de nuestro temor fuera
el alejado mar. Se procuró él con su osadía
castigos duros, en medio de tan largos
peligros llevado, cuando dos peñascos
-los cerrojos del abismo-, acercándose
con movimiento inesperado, y un estruendo
en todo el cielo, crujieron; regó los astros
y las nubes mismas el mar aprisionado.
Palideció el audaz Tifis y todas
las sogas de su mano vacilante dejó ir,
Orfeo calló con su lira balbuciente
y la propia nave Argo su voz perdió.
Y ¿qué cuando la virgen del Péloro siciliano,
rodeada en su vientre de perros rabiosos,
dejó sueltas a la vez las fauces todas?
¿Quién no sintió erizarse todos sus miembros
ante este monstruo único que por tantos ladraba?
Y ¿qué cuando esas desgracias funestas al mar
Ausonio con canora voz acariciaron,
y, al eco de la cítara pieria,
el tracio Orfeo casi logró que, acostumbrada
con su canto a retener las naves,
la Sirena le siguiera? ¿Cuál fue de este
viaje el botín? Una piel de oro
y ¡Medea, desgracia aún peor que el mar,
digno regalo del primer navío!
Ahora ya cedió el ponto y todas
las leyes soporta: no es necesario pactar
con Palas para navegar como la ilustre Argo,
ni son precisos ya remos movidos por reyes:
cualquier barca por alta mar navega;
las fronteras todas se han corrido y las ciudades
sus muros levantaron en nuevas tierras,
nada en el lugar que tuvo permanece;
el orbe entero está abierto: el indio bebe
del Araxes helado; los persas del Elba
y del Rin beben. Han de venir, en años aún
lejanos, tiempos en los que el Océano
las ataduras de las cosas suelte, enorme
se abra un continente y Tetis nuevos
mundos descubra: no será de las tierras
la última Tule.
Séneca en Medea, incluido en Antología de la poesía latina (Alianza Editorial, Madrid, 2010, selec. y trad. de Luis Alberto de Cuenca y Antonio Alvar).
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