Y aún no había terminado su discurso (el destino), cuando vi
un resplandor de nieve y dulcísimo, que sobrevino con una dulzura
indescriptible y se detuvo, lleno de amor,
con una hermosa y excelente pera.
Hacía señas con su mano, hablaba y sonreía, cuando comprendí
que las dos (el destino y Athusa) querían lo que yo quería,
y, cuando, con temor, con gran vergüenza, con audacia, con amor,
- casi perdía la razón con todos estos sentimientos -
me acerqué a ella, la miré, la contemplé,
y vi que me hacía otra señal y se condolía de mí
con su lengua, con su amado y dulce rostro.
Saludé a mi rosa más deseada,
alabando su amor y su hermosura
y agradeciéndole sobremanera su compañía:
"¡Oh mi muy deseada, luz mía y alma mía!
¿Qué corazón podría narrar mi contento?
¡Gloria a Dios, porque el esclavo tuvo acceso a su señora
y pudo ver su benevolencia, conforme a su deseo!
¡Gloria a Dios, porque lo acogen el tiempo y el lugar!
¡Ay de los enamorados que se ven obligados a besarse inclinados!
Porque esta reja, digo, la de hierro,
me parece un enemigo vituperable.
¡Ah, la llena de flores! ¿por qué tardas? Alégrame,
déjame que coja un poco tu mano.
Salúdame entrañablemente y confía en mí.
Ten la mía, dame frescor y sáname.
No te preocupes y hazlo, porque la ocasión requiere
que comamos con dulzura la pera de nuestro deseo".
Marinos Falieros, incluido en Antología de la poesía griega. Desde el siglo XI hasta nuestros días (Ediciones Clásicas, Madrid, 1997, ed. de José Antonio Moreno Jurado).
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