Ay tu susurro, oh esbelto junco,
qué diera por tu triste canto
cuando te empuja el viento blando
doblando tu penacho hirsuto
y así te inclinas todo humilde
que te enderezas al segundo
mientras modulas tu aria triste
que a mí me encanta, oh esbelto junco.
Ay tu susurro, oh esbelto junco.
Cuántas, cuántas veces no he estado
junto a tus lagos, solitario,
contemplando los suaves rizos
del agua en calma, todo mudo,
admirando tu fino tallo
y escuchando ese dulce canto
que me silbas, oh esbelto junco.
Ay tu susurro, oh esbelto junco.
Cuántos te ven y no te miran,
oyen de paso tu armonía
pero no atienden, sordomudos,
a tu lamento turbador;
pasan de largo a tu áureo son
sin entender tu hondo murmurio,
oh mi querido, esbelto junco.
Oh susurrante, esbelto junco:
no es despreciable tu voz, no.
Dios creó el río y tu esbeltez;
Dios dijo: «Sopla», y vino el viento
a hacer vibrar tu tallo fino
pulsándolo como a un bordón;
Dios te escuchó y tu voz de prez
plugo al Señor, oh esbelto junco.
Oh no, silbante, esbelto junco,
no menosprecia mi alma tu habla;
pues que del mismo Dios, mi alma,
recibió el don, a Su conjuro,
de comprender tu dulce arrullo.
No, no, oh no, mi esbelto junco:
no menosprecia mi alma tu habla.
Tu susurro, ay, mi esbelto junco,
resuena ya en mi triste canto
que llega apenas, hecho un planto,
a las plantas de Dios, Señor de ambos.
Mi Dios: si amas la débil lengua
de un violín juncal, atiende
mis pobres mas vibrantes quejas,
ay de mí, junco también doliente.
Guido Gezelle, incluido en Antología de la poesía neerlandesa moderna (Ediciones Saturno, Barcelona, 1971, selecc. y trad. de Francisco Carrasquer).
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