La pareja del cuarto del lado paró de gritar y volví a oír las olas. Fuera de ellos el lugar parece vacío, pero no lo sé. Tampoco sé dónde estoy salvo que hay mar. Cuando el bus paró era de noche y di por casualidad con el motel. Allanaron la casa donde paraba. Yo venía llegando y alcancé a retroceder, pero uno me vio. Pude eludirlos cambiando varias veces de micro y llegué al terminal de buses. Me subí a uno que estaba partiendo y al preguntarme que hasta donde iba dije que al final y pagué. Debo haber dormido horas porque abrí los ojos cuando todos se estaban bajando. La pareja del lado llegó poco después y el estrépito de los gritos y golpes empezó de inmediato. Al parecer ella lo había dejado y él la obligó a ir. En la mañana la puerta de su pieza estaba abierta y vi su cama deshecha y vacía. Me fui a un boliche por un café y allí supe que estaba en Caldera, en pleno desierto. Advertí de inmediato que los tipos que se recortaron en la entrada eran de la Dina y me entregué sin resistir. Más tarde, mientras vomitaba mis propios dientes, recordé que esa última vez la que había sido mi mujer lloraba pidiéndome que no la golpeara. Todavía alcanzo a darme cuenta de que alguien ha bajado la radio en la pieza de al lado escuchando y era como si la vergüenza hubiera de sobrevenirme.
Raúl Zurita en Cuadernos de guerra (Amargord Ediciones, Madrid, 2009).
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