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Salí a cazar el diablo, más que palabra escrita, me atrevería a decir que es “revelación transcrita”. Lo que trasciende de esta “revelación” no es el texto sino la nostalgia del Hálito Divino que dio forma al SER (verbo) HUMANO (hecho carne).
Esta tensa, intensa y extensa “revelación” poética respira por los poros de la carne que se hizo para el orgasmo del espíritu, de la carne que se hizo del Verbo, y para el Verbo, de la carne que conforma el cuerpo místico del Amor, “más poderoso que la muerte...” de Dios y del Diablo.
Este templo que Miguel Ángel Barroso ha construido a la sobrenaturalidad de la carne no elude el débito a la imaginería surrealista. Es más, se alza mucho más allá. La altísima cúpula de este templo asciende y trasciende los confines de la imaginación más incandescente y, cual Lengua de Luz, ilumina la palabra, el concepto que dio a luz, inmaculada concepción, a las tinieblas de la palabra; palabras que estallan en volcánico vómito de sentidos y sentimientos de pagana religiosidad. Las incontinencias contenidas en las imágenes representadas, evolucionan y se revolucionan en iconografías que se funden, encadenadamente, como secuencias cinematográficas que bien pudieran ser dramaturgias de guiones imaginados por cineastas primitivos: Murnau, Dreyer, Lang, Wiene, Buñuel, Cocteau...
Barroso tiene un agudísimo sentido ético y estético del lenguaje de la imagen en movimiento, de la imagen que se mueve (y se conmueve) para expresar todo lo que su espíritu más transido necesita manifestar a través de las luces y las sombras de la clari-oscuri-videncia poética del cine en estado de gracia: “un travelling es una cuestión de moral”, diría Godard.
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