Somos el movimiento de la luz, la presencia súbita de cada estación.
Nuestra faz está unida a la frescura de los árboles, a la inmovilidad del agua
en los frutos, cuando llegamos sólo para recoger la sombra
que levanta sus ramas y nos entrega las mismas hojas destruidas.
¿Para qué el rostro suspendido del otoño, el espacio del pan abierto en las mesas largas,
la miel, el rumor leve de los enjambres que murieron en el interior de las siembras?
Dormida, deja que tus labios sean la playa
de un cuerpo o la respiración cercada por la adolescencia de las flores.
Así regresarás: tú, la sierva ignorada que se viste de tiempo,
sólo de ese tiempo misterioso que viene a besar, con frutos, los árboles
cuando la mañana nos restituye su nombre ligero, la extensión de la luz,
y los brazos empiezan a unirse con el movimiento de la arena de los ríos.
Abandonados, somos la lenta memoria que viene a ocultar los poemas,
un sufrimiento sereno recuerda las últimas fiestas interrumpidas,
el esplendor de la alegría que perdemos mientras tus ojos se cierran
y, serenamente, los muertos caminan en sus barcos de tierra...
Fernando Guimarães en As mãos inteiras (1971), incluido en Antología breve de la poesía portuguesa del siglo XX (Instituto Politécnico Nacional, México, 1998, selec. y trad. de Mario Morales Castro).
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