Los niños ya son viejos en San Juan.
Los niños ya no juegan en San Juan.
Los niños te esperan alejados
en las veredas angostas de San Juan.
Los niños, tus amigos, dicen adiós, adiós Ricardo clareados
en estampida arqueando los ojos con las manos enroscadas en
conmovedoras escenas que los habitantes
de San Juan callan.
Adiós, adiós brisa que huye por las carnicerías
y los mercados ladrando el crepúsculo hambrienta,
hedionda en las discotecas clandestinas
hedionda de penas babeada la brisa vuela hacia el sur.
Cornetas infinitas, música acorralada cocaína y frenesí,
emergen los paracos beatificados en Casa grande.
La abuela Rosa escribe poemas con los restos de los pliegues
extintos de la senda ella los guarda silenciosa en su gaveta para
encontrarlos como una reverencia infinita,
desconocemos su sonido, quizá histérica habla del diablo,
pequeñas ásperas y dulcísimas melodías, como la belleza, sencillas,
como la belleza, quién sabe.
En Casa grande la abuela Rosa ya no escucha en Casa grande la
abuela Rosa está sola en Casa grande el abuelo José canta por
los pueblos unido al borde de su féretro en Casa grande Zulay se
quedó muda en Casa grande los funerales son pequeños
en Casa grande Milena colgó la soga y dejó a Eddi enloquecido
entre sus cuadros en Casa grande la abuela Rosa planta este
círculo en un jardín como el recinto de la soledad que nos separa
en Casa grande la abuela Rosa desea leer con el pecho abierto
de tierra-niña las palabras de su padre al escuchar tu viola
salpicarse de algas y calaveras, las calaveras de San Juan de Colón
conglomeradas en un salón contiguo en el que ensayas
cualquier armónico fracaso.
Allí te escucho exaltado inclinarte y abrir la boca como un
cementerio abrir la boca para que yo entre helado a algún verano
abrirla para que las hojas no me marquen
abrir la puerta para ser capaz de tener otra de embrujo.
El paisaje es una sensación de los hombres
el paisaje no es un hombre.
En Casa grande la abuela Rosa ha visto un perro pasar por la calle,
ha soñado un amor inmenso y llora temblando de fiebre
ha palpado las paredes, los muebles como estáticos sueños de seda,
ha descubierto los muros que inventaron para encerrarla y ha escrito sin cesar:
Giro como una rueda sobre mí misma
todo se apaga en los rincones
todo se apaga
diríase que las moscas ya vienen
diríase que estoy tan confundida
pero no
late humilde la sensación de no saber adónde ir
adónde estar
laten los años como nombres enterrados
soy inquieta como un pájaro sin rama
soy inquieta pero soy la rama
soy inquieta
me imagino golondrina sin descanso
recién diagnosticada
padezco ávida voz
y el sonido
me lamenta
no necesito escucharlo
si el silencio me habla del ahogado
no exijo morir
si bajo la piel se yerguen las hojas y los gatos
y el naranjal y el sol me hablan un idioma imposible
lo conozco y he amado
he desaparecido en la rivera en el diván
en la ancha estrella del árbol que bajo la fría noche alumbra el
patio hasta la Casa
mis hijos son como esa música tenue que se aleja
mis hijos aparecen como caballos arrastrando vanamente el aire es terrible
terriblemente luminoso su galope por la entrada antes del mediodía
son como bestias
los congrego con mi cabeza
fantástica cabeza
parezco una arruga en sus memorias
nubladas palabras hambre de castigo estéril
hablo madre-niña no quiero
hablo madre-hija
hablo abuela-niña
hablo niña-abuela
hablo a mi Casa lanzando alaridos
alegre estoy de no hacer
de no ser
de partir
alegre.
Jesús Montoya, incluido en Arquitrave (nº 68, julio-septiembre de 2017, Colombia).
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