1.
Adiós para siempre, como si finalmente, toda magnificencia
Y el bronce, existieran en la lastimosa madera de las posibilidades
Cierto, el verano es barbarismo: las viudas gumamelas gruñen
Y sacuden sus brazos huesudos: tienen muñones donde solía estar el corazón.
El alguna vez malvado gallo-de-las-montañas se rinde ante el arcabuz cacareando:
¡Lo que fácil vino, fácil se va!
La desesperación encaja como una virtud, y hay una multitud de ansiosos,
Nuestra vaga despedida desaparece en la sopa de diversos dialectos
Mientras el mundo, imperturbable como siempre, sigue ocupado.
2.
¡Todos los Ejércitos de España marchan sobre nuestras montañas!
Nosotros, Tiradores de Muerte, pasamos revista como moscas
Sobre las entrañas del halcón asesinado en Cavite.
Los españoles mastican hierro y nos escupen balas de cañón.
Hacen fuego con sus mosquetes sobre la bóveda del árbol tribal.
Sus guiones están erectos, dispuestos a violar los cielos
Y la Muerte es el cable telegráfico enguantado de musgo.
3.
¡Montaña! ¡La amo!
Sus ojos son profundos
lagos de ónice a media noche
donde los jazmines y las Tres Marías
se desmayan nadando.
Vientos salvajes
delirantes de flores
hacen carabelas con su pelo al viento.
Para sus orejas de duende cantan y el fino vello
se eriza entre sus pechos.
Su cara es pálida como una perla del Sur.
Su lengua, rápida como la serpiente, luces en mi boca.
Luego dice adiós para siempre.
¡Montaña! ¡La amo y la temo!
3.
Niños pequeños, ved, porque hay lecciones en la leyenda.
Muerte, pero también amor, ocultos en la ardiente madera de las posibilidades
Y las pesadillas permiten que los Tiradores vayan a su encuentro
A quienes saludamos con himnos y antorchas.
Erwin E. Castillo, incluido en Lo último de Filipinas. Antología poética (Huerga y Fierro editores, Madrid, 2001, selec. de Jaime B. Rosa, trad. de Ellyde Maestre).
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