El carpintero está atento a la presión de su mano
sobre la lezna, y el truco de transmitir con precisión su fuerza
a través de la lezna a la madera, lo cual es duro.
No tiene esfuerzo que desperdiciar en despojos
ni que preocuparse de si será interrumpido en los dados.
Su habilidad es vital en la escena, y la seguridad del estado.
Cualquiera puede realizar las indignidades; son sus duros brazos
y oficio los que retienen las miradas de las mujeres del condenado.
Está el problema de lograr que los agujeros salgan derechos
(en medio de esta multitud que se da empujones)
y lo bastante profundos como para sujetar las puntas
después de que hayan atravesado esos suaves pies
y muñecas que aguardan tras él.
El carpintero no es consciente de que una de las manos
es mantenida en una curiosa súplica sobre él—
pero ¿qué se suplica, la bendición o el perdón?—
ni aunque la viera perdería el tiempo en quedarse perplejo.
Los delincuentes vienen de todas clases, como sabe cualquiera que haga cruces,
están tan locos o cuerdos como aquéllos que deciden sobre sus muertes.
El nuestro al menos se ha estado callado hasta aquí
aunque dicen que fue hablando como se metió en este lío—
el hijo de un carpintero con algunas nociones de predicar.
Bien, aquí hay un hijo de carpintero que tendrá hijos de carpintero,
Dios mediante, y construirá lo que haga falta, templos o mesas,
pesebres o cruces, y les dará forma adecuada,
trabajando solo en esa firme y profunda abstracción
que ensombrece el griterío de los traperos.
Ensamblar con manos, el peso de las rodillas, reforzado muslo,
mantiene la espalda apartada de la muerte.
Pero es demasiado tarde ya para que el chico del otro carpintero
regrese a esta paz antes de que se claven los clavos.
Earle Birney, incluido en Antología de la poesía anglocanadiense contemporánea (Los libros de la frontera, Barcelona, 1985, selec. y trad. de Bernd Dietz).
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