En la esquina de un pequeño pueblo, entre ciudades,
hay una encantadora tienda
que invita a conocer la auténtica vida chilena.
Cerca yace un árbol macizo cargado de kiwis,
y sus frutos se doran al sol del desierto.
Paseo encantada por tal paisaje
mientras un anciano, con sombrero de fieltro,
me pregunta si soy japonesa.
No conoce Taiwán, pero sabe que China es muy popular.
Y de nuevo vuelve a narrar la historia de su vida,
que ha pasado serena y tranquilamente.
Yo también deseo un lugar donde pueda, tranquilamente,
pasar mis días sin prisa y diciendo, bien alto,
que soy taiwanesa, una auténtica taiwanesa.
La sonrisa cálida del anciano acaba borrando mi angustia
y poco a poco se va mitigando nuestra cándida charla.
Si yo hubiera venido setenta años antes,
hubiera sido japonesa.
Si él hubiera venido doscientos años antes,
hubiera sido española.
En este mundo absurdo se mezclan
tanto las historias tristes como las alegres.
Alzo la cabeza para contemplar el cielo
más allá de la tienda de la esquina
sin querer ignorar la melancolía azul.
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