La lluvia de linfa cosquillosa, cuando los canarios, estrujados en el dédalo verde y amarillo de sus pajareras, languidecen del grano.
La lluvia blanca, la lluvia de simiente, que besa al molinero en la frente como una doncella.
La lluvia traviesa que brinca en las hojas del avellano.
La lluvia saqueadora de las mieses, la que salta de lado, que criba la melena de los leones de centeno tendido, que después remonta para embriagarse en los nichos de azur de las alondras.
La lluvia titubeante, la lluvia pura, llegada de muy alto, que excava su nido en el aliento de los silenciosos.
La lluvia desnuda, la lluvia deslumbrada, que danza y pierde la cadencia, la lluvia ebria que solloza de alegría en las rosaledas en llamas del sol.
La lluvia campesina, la lluvia con zuecos, la lluvia alborotadora, que remueve el mantillo, que hace tiritar los herbajes, que ahoga la cabeza cándida del ranúnculo.
La lluvia fina, la lluvia antigua, que satisface a la sabiduría de las gallinas dormidas.
La lluvia aventurera de los bosques, sus velos, sus atrasos, sus enredos, sus fintas, sus tropiezos, sus arcos, sus cetros.
La lluvia familiar, la lluvia de la buena vecindad, la lluvia de codos azules, que viene con su túnica agujereada a respirar los olores leñosos a la puerta de las tahonas.
La lluvia rezagada. la lluvia beata, que destila su sidra en las verdes tabernas de los mirlos.
La lluvia gris, la lluvia vagabunda, que busca sus caminos en la estela de los cuervos.
La lluvia amicísima de los caballos, la lluvia azulada de los gendarmes, la lluvia bribona de las lavanderas.
La lluvia miope de los ventanales ahumados, que lee a Rocambole, a través del velo gris de los libros apolillados.
La lluvia chistosa de las vejigas de Tilutin.
La lluvia de Bali, la lluvia oyente, que ensaya sus contrapuntos de pájaros, de campanas y de besos, bajo los sauces de su río.
La lluvia que charla sobre los horóscopos del mendigo, sobre el palomar, sobre el toldo del carro.
La lluvia burlona sobre los rizos, la lluvia embalsamada que aureola el muguet de los bustos jóvenes, la lluvia de perlas de las mil y una noches en el terciopelo de las rosas profundas.
La lluvia adolescente y sus castillitos de cristal, que despliegan sus mazurcas en los ramilletes de rubíes de los groselleros.
La lluvia que merodea, cuyos tobillos huelen a helechos, y que hace brillar el acero de las sendas solitarias entre las ortigas de los escombros.
La lluvia de los pajarillos y de las frondas, la lluvia de los bocadillos de nísperos podridos, en las glorietas que centellean.
La lluvia brusca, la lluvia de los mediodías de junio, que estornuda con la pimienta de los claveles blancos.
La lluvia novelesca, la lluvia libertada de los caminos en picada que ilumina los secretos y aconseja a los enamorados.
La lluvia consoladora que picotea la claraboya de los olvidados.
La lluvia pirotécnica que hace chisporrotear estrellas repentinas en la polvareda de los veranos.
La lluvia que bendice a los viejos jardines, la lluvia caritativa que susurra oraciones en los oídos de los burritos, la dulce lluvia maternal, de ojos abiertos y cerrados, que perdona.
Paul Colinet en La manivelle du château (1954), incluido en Antología de la poesía surrealista de lengua francesa (Fabril Editora, Buenos Aires, 1961, selec. y trad. de Aldo Pellegrini).
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