Y siguió hacia el norte. Había un viento nuevo y miseria.
Hornos calientes en el calor estival dondequiera que fuese. Famosas
extensiones solitarias en las montañas, pasaba todo tan deprisa. ¿Vivir
sobre una base de metal?
Parecía que iba a ser así. Ahora todas las estaciones estaban abandonadas.
La gente saltaba en marcha. A lo largo de la vía maletas y mochilas
abiertas, muchas con el contenido desparramado. Labores de punto,
juguetes, ropa, armas. Él aún no veía a nadie. Añoraba
a su gente. Se preguntaba si la mujer que estaba a su lado
con un niño en un capazo junto a la puerta del vagón
también pensaba saltar.
Se encerró en el retrete y se puso a mirar los raíles
hasta que se mareó, tiró el cigarrillo y
empezó a cambiar de aspecto. La parte de arriba de
las pobladas cejas. Arrojó lo cortado y tiró de la cadena. El tren
iba ahora más despacio. Llevó su mechero hasta los papeles. No
quemó los bocetos de los diferentes tipos de piezas de
ajedrez que había ideado en el campo. El modelo que más
le gustaba era el de las piezas hechas de tuercas y tornillos
de diversos tamaños acoplados y luego pintados de negro
o rojo.
Cecilie Løveid en Fanget villrose (1977), incluido en Poesía nórdica (Ediciones de la Torre, Madrid, 1999, ed. y trad. de Francisco J. Uriz).
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