(hombres blandos, ternillas de hombre, palmípedos de extremidades membranosas, reclusos en
húmedas binzas, pero todavía libres del agobio calcáreo e infamante del cascarón),
en la llanura paludosa, donde las charcas viven para añorar el meteórico tumulto
(líquenes: rezago y fruición última de un imperio fluido),
junto a las viviendas lacustres
que flotan a merced de sus caireles o cabelleras vegetales
(desmidias, aldrovandas: vesículas de atmósfera!)
suena, ecoico, en los musgos, un largo trasiego de aguas.
El tremedal dice la palabra del cieno:
(Ojos perdidos en la ausencia, voluntad nómada:
un soplo errante decapita el hálito de las altiplanicies.
Ya no hay más, aguas; quizá sólo unas nubes o vellones dispersos
sobre la tristeza humilde y húmeda del valle donde florece el licopodio,
tierras alagadizas, con un verdín perenne,
ojos de mujer, fáciles a las lágrimas, charcos.
Aún sorda, ensordecida por el clamor de las aguas, llanura de miedos!)
«Mi dolor es cuando se desentierran las sombras.
¡Ay, cómo grita la mandrágora en gritos de raíces de carne!
Miembros viscosos en contorsión, blanquizcos,
gelatina pelágica para una eternidad de futuros,
ya piedra en el numen de Deucalión y su prole.
Fiebres jaldes, fiebres del icor, del lentor,
fiebres del telúrico puerperio,
sobre la tierra monda, aguazal de míseros, corrupto,
donde aún sobrenadan las siete densidades del hombre,
es decir, la enjundia de la creación, indeleble!
No hay más, apenas; la resurrección de la carne,
que bosteza ahítos de diluvio sin término
(deidad fecunda y húmeda, mujeres por doquier, como algas)
bajo la calentura verdinegra de los pantanos
que suben sus mosquitos hacia el desdén de los cielos incorruptibles.»
Juan José Domenchina en Dédalo (1932), incluido en Poesía de la vanguardia española (Taurus Ediciones, Madrid, 1981, selec. de Germán Gullón).
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