Todavía estoy a tiempo de recordar la casa de mi tía abuela y ese par de grabados:
Un caballero en la casa del sastre, Gran desfile militar en Viena, 1902.
Días en que ya nada malo podía ocurrir. Todos llevaban su pata de conejo atada a la cintura.
También mi tía abuela —veinte años y el sombrero de paja bajo el sol, preocupándose apenas
por mantener la boca, las piernas bien cerradas—.
Eran los hombres de buena voluntad y las orejas limpias.
Sólo en el music-hall los anarquistas, locos barbados y envueltos en bufandas.
Qué otoños, qué veranos.
Eiffel hizo una torre que decía «hasta aquí llegó el hombre». Otro grabado:
Virtud y amor y celo protegiendo a las buenas familias.
Y eso que el viejo Marx aún no cumplía los veinte años de edad bajo esta yerba
—gorda y erizada, conveniente a los campos de golf-.
Las coronas de flores y el cajón tuvieron tres descansos al pie de la colina
y después fue enterrado
junto a la tumba de Molly Redgrove «bombardeada por el enemigo en 1940 y vuelta a construir».
Ah el viejo Karl moliendo y derritiendo en la marmita los diversos metales
mientras sus hijos saltaban de las torres de Spiegel a las islas de Times
y su mujer hervía las cebollas y la cosa no iba y después sí y entonces
vino lo de Plaza Vendóme y eso de Lenin y el montón de revueltas y entonces
las damas temieron algo más que una mano en las nalgas y los caballeros pudieron sospechar
que la locomotora a vapor ya no era más el rostro de la felicidad universal.
«Así fue, y estoy en deuda contigo, viejo aguafiestas».
Antonio Cisneros en Canto ceremonial contra un oso hormiguero (1968), incluido en Poesía peruana. Antología esencial (Visor Libros, Madrid, 2008, ed. y selec. de José Miguel Oviedo).
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