Le dábamos centeno, no mucho,
lo suficiente para que no se cansase,
le dábamos agua, un dedal,
para que tuviese que recordar el manantial,
abríamos la puerta, ligeramente
para que el cielo le golpease el ojo
y fijamos un trozo de espejo en su jaula
para que viese directamente la nube.
Inmóvil permanecía con alas palpitantes.
Así cantaba.
Solveig von Schoultz en Nattlig äng (1949), incluido en Poesía nórdica (Ediciones de la Torre, Madrid, 1999, ed. y trad. de Francisco J. Uriz).
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