Hace días, años estoy acurrucada acá, en el entrepuente.
Descendí por compasión hacia los animales que gemían.
Acá está oscuro, húmedo, con olor a encierro.
Hay un hedor insoportable.
Los cocodrilos abren sus dentadas fauces,
las serpientes sisean, los leones rugen hambrientos,
y todo lo sobrevuela el inquieto pataleo
del poder de los elefantes.
Al principio tenía miedo a la oscuridad y a los sonidos,
al hormigueo incomprensible de seres que no veía,
que apenas sospechaba -arañas, ratones,
ciempiés, escorpiones.
Sea grande o pequeño, todo se mueve a un compás
monstruosamente armonioso,
como en un agua invisible,
oscura e irracional.
Me convertí en uno de ellos,
percibí nuestro latido común,
cálido, húmedo, con olor a encierro.
40 días, 40 años.
Hemos envejecido, nos hemos tranquilizado
en nuestra tristeza, en nuestra hambre.
Aquí abajo no hay dios.
Al abrigo de los vapores esperamos el rostro barbado
de alguien que cumple mandatos divinos.
Oigo un ruido:
Noé está soltando a los animales a tierra firme.
Apoyo mi rostro contra la hendidura de la puerta
y la luz, que ya había olvidado, me empapa.
Cuando mi marido, que ya se olvidó de mí, abra la puerta,
se abalanzará contra su pecho lleno de viento y sol
una manada de animales-
un cuerpo de múltiples colas y miles de ojos brillantes
que se mueve a la menor sospecha. Yo -la primera.
Bárbara Korun, incluido en Arquitrave (Segunda época, nº 56, agosto-octubre de 2014, Colombia).
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