A menudo, a la roja luz de los reverberos,
Cuya llama y cristal el viento bambolea,
En un viejo arrabal, laberinto de fango,
Donde en sordo fermento hierve la humanidad,
Aparece un trapero, la cabeza agachada,
Tropezando en los muros lo mismo que un poeta,
Y, sin tener en cuenta a los guardias, sus súbditos,
Su corazón desahoga en gloriosos proyectos.
Y presta juramento, dicta leyes sublimes.
Abate a los malvados, las víctimas redime,
Y bajo el firmamento, como extendido palio,
Se embriaga con el brillo de su propia virtud.
Sí, esta gente abrumada de domésticas cuitas,
Molidos de trabajo, por la edad agobiados,
Que se arrastran surcando montones de basura,
Vomitona confusa del enorme París,
Regresan, perfumados con olor de toneles,
Con camaradas en la guerra escarnecidos,
Cuyos mostachos penden como viejo estandarte.
Las banderas, las flores y los arcos triunfales
Ante ellos se dibujan, ¡oh magia solemnísima!
Y en la ensordecedora y luminosa orgía
Del sol y los clarines, de tambores y gritos,
Vienen a traer la gloria al pueblo ebrio de amor.
Así es como, a través de la Humanidad necia,
Arrastra el vino su oro, Pactolo deslumbrante;
Y canta sus proezas en el gaznate humano
Y reina por sus dones como un rey verdadero.
Para ahogar el rencor y acunar la indolencia
De esos malditos viejos que mueren en silencio,
Dios, de remordimientos preso, fabricó el sueño;
¡El Hombre agregó el Vino, del Sol hijo sagrado!
Charles Baudelaire en Las flores del mal (Alianza Editorial, Madrid, 1984, versión de Antonio Martínez Sarrión).
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