Largas brumas violetas
flotan sobre el cielo gris,
y allá en las dársenas quietas
sueñan oscuras goletas
con un lejano país.
El arrabal solitario
tiene la noche a sus pies,
y tiembla su campanario
en el vapor visionario
de ese paisaje holandés.
El crepúsculo perplejo
entra a una alcoba glacial,
en cuyo empañado espejo
con soslayado reflejo
turba el agua del cristal.
El lecho blanco se hiela
junto al siniestro baúl,
y en su herrumbrada tachuela
envejece una acuarela
cuadrada de felpa azul.
En la percha del testero,
el crucificado frac
exhala un fenol severo,
y sobre el vasto tintero
piensa un busto de Balzac.
La brisa de las campañas,
con su aliento de clavel,
agita las telarañas
que son inmensas pestañas
del desusado cancel.
Allá por las nubes rosas
las golondrinas, en pos
de invisibles mariposas,
trazan letras misteriosas
como escribiendo un adiós.
En la alcoba solitaria,
sobre un raído sofá
de cretona centenaria,
junto a su estufa precaria
meditando un hombre está.
Tendido en postura inerte
masca su pipa de boj,
y en aquella calma advierte
¡qué cercana está la muerte
del silencio del reloj!
En su garganta reseca
gruñe una biliosa hez,
y bajo su frente hueca
la verdinegra jaqueca
maniobra un largo ajedrez.
¡Ni un gorjeo de alegrías!
¡Ni un clamor de tempestad!
Como en las cuevas sombrías,
en el fondo de sus días
bosteza la soledad.
Y con vértigos extraños,
en su confusa visión
de insípidos desengaños,
ve llegar los grandes años
con sus cargas de algodón.
Leopoldo Lugones en Los crepúsculos del jardín (1905), incluido en Antología crítica de poesía modernista hispanoamericana (Alianza Editorial, Madrid, 2008, ed. de Mercedes Serna Arnaiz y Bernat Castany Prado).
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