Una senda abrupta serpea
por entre las rocas de la montaña.
Al caer el crepúsculo,
llego al antiguo templo silencioso,
en que revolotean murciélagos.
Me siento en las escaleras
del salón principal.
Ha cesado la lluvia,
y el aire rebosa de frescura.
Se mecen anchas hojas de plátanos.
Lucen radiantes botones de la gardenia.
El monje elogia los frescos budistas
y me aconseja que los visite.
A la débil luz de unas velas,
los contemplo. Borrosos,
apenas se distinguen.
Luego me prepara el lecho,
desenrollando una estera.
Me sirve arroz y sopa,
que, siendo magra y frugal,
es abundante y me quita el hambre.
Reposo en la noche obscura
y en un silencio absoluto:
Todos los insectos descansan.
Una clara luna surge de la sierra,
arrojando sus rayos plateados
sobre la puerta y las ventanas.
Al alba continúo solo
mi camino sin camino.
La senda, velada por brumas,
ora aparece, ora se evapora;
unas veces sube, y otras desciende.
La montaña, cubierta de flores,
se viste de rojo, matizada
de verde de unas cascadas.
De trecho en trecho se yerguen
robustos pinos y robles.
He llegado a un arroyo, y lo vadeo
con los pies descalzos
por encima de las piedras.
Cantan aguas saltarinas.
La brisa me acaricia,
abriéndome la túnica.
¡Qué feliz será vivir así!
¿Por qué hemos de estar a merced de otros,
como caballos sujetos con bridas?
Quisiera decir a mis amigos:
¡Pasemos la vejez aquí,
sin hablar jamás de regreso!
Han Yu, incluido en Poesía clásica china (Ediciones Cátedra, Madrid, 2002, ed. y trad. de Guojian Chen).
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