El hijo tan querido, por quien todo lo olvidaba,
posó para él, su padre, una mañana blanca;
sin saberse observado, leía sonriendo
y ensimismado un libro, apenas entreabriendo
la boca y con los ojos fijos y cejialzados.
Elegantemente le caen los cabellos
—rubios, de ondas redondas, femeniles, regios,
con la boina hacia atrás, como flotando
sobre la nuca, a modo de una aureola oscura—
a este joven que pronto caerá en la agria tumba
y está en la plenitud soñada de la vida.
El padre lo miró y tembló su mano firme;
él sabía muy bien que el no querer vivir
da vida, que el espíritu omnímodo la irrumpe
y la crea hora tras hora hacia su oculto fin.
Nunca pudo acordarse con la gente embustera
que a la corta traiciona, o que a la larga escoge
para sus juegos fatuos y sus campañas hueras
corto provecho a base de un elevado coste.
Sólo le queda este hijo triste e inapetente,
huérfano y enmadrado a la siervienta fiel
que, en la cama y la casa, tiene por su mujer
y le abreva a él —huraño— en las terrestres fuentes
bajándole de lo alto su sueño y su pincel.
Este noble doncel que lee no es ya un niño,
sus manos dicen de hondas ternuras femeninas,
entrecierra los párpados como tórtola en nido.
Pero en Rembrandt afluyen unas fuerzas tan blandas,
que nunca ha maldecido —en su hacer noche y día—
tanto su negra suerte, como al pintar la tabla
ruda de este pupitre: el miedo la ha hecho a tajos
al ver señal de muerte por su punto más flaco.
¡Se entregará a sí mismo, pues, su ser más tierno:
carne hecha espíritu y pintura, amor paterno!
Jan Engelman, incluido en Antología de la poesía neerlandesa moderna (Ediciones Saturno, Barcelona, 1971, selecc. y trad. de Francisco Carrasquer).
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