a la venganza contra los jasaros.
Tras violenta incursión, sus aldeas y campos
sentenció al fuego y a la espada.
Con su coraza bizantina, con su guardia,
en su caballo fiel cabalga por el campo.
Del bosque sombrío a su encuentro
inspirado adivino se le acerca,
un viejo anacoreta que a Perún obedece,
un mensajero del futuro
que llevaba cien años entre rezos
y descifrar del porvenir los signos.
Oleg se acercó al sabio sacerdote.
«¡Dime el fin de mis días,
oh anacoreta amado de los dioses!
¿Me cubrirá la tierra pronto
para alegría de mis enemigos?
No temas, dime la verdad.
Por recompensa puedes elegir
el mejor de mis caballos.»
«No temen a los príncipes los magos
ni necesitan regios dones.
Veraz y libre es su profética palabra,
la voluntad del cielo cumplen.
El futuro se esconde entre la niebla,
mas veo tu destino sobre tu clara frente.
Recuerda mis palabras:
Al guerrero la gloria, la alegría.
Glorificó tu nombre la victoria,
Constantinopla tiene
en las puertas tu escudo,
los mares y la tierra te obedecen,
por tu suerte te envidia el enemigo.
Del mar azul las engañosas olas
en la hora fatal de la tormenta,
y las hondas y flechas y puñales
respetarán del vencedor los años...
Bajo tu fuerte escudo no conoces heridas,
invisible guardián custodia al poderoso.
Tu caballo no teme peligrosos esfuerzos,
la voluntad de su señor presiente
y se encuentra tranquilo entre enemigas flechas
y se lanza a los campos de batalla
y no teme ni el frío ni el combate,
pero tú morirás a causa del caballo.»
Sonrió Oleg, pero su frente
y su mirada se turbaron.
En silencio apoyó sobre la silla
la mano y descendió sombrío del caballo.
Se despidió del fiel amigo
acariciando el torneado cuello.
«Adiós, leal servidor, fiel camarada,
de nuestra despedida llegó el tiempo.
Descansa, ya no pondré el pie
en tu dorado estribo.
Cálmate, adiós, y acuérdate de mí.
Tomad vosotros el caballo,
mis jóvenes amigos.
Ponedle su gualdrapa
de terciopelo, y por la brida
llevadlo hasta mis prados.
Que se bañe, que coma forrajes escogidos
y que beba agua clara en el arroyo.»
Los jóvenes se llevan el caballo
y le dan otro al príncipe.
Oleg con su guardia celebra un banquete
al son de alegres copas.
Sus cabellos son blancos
como la nieve matinal en la gloriosa
cumbre de la montaña...
Recuerdan los días pasados
y los combates que libraron juntos.
«... ¿Y dónde está mi antiguo compañero,
mi fogoso caballo? —el Rey pregunta—
¿Sigue siendo su paso tan ligero,
sigue jugando impetuoso?
Con impaciencia aguarda la respuesta:
hace tiempo que duerme con el sueño
del que no se despierta, en una loma.
El poderoso Oleg inclina la cabeza,
piensa en la profecía:
¡Insensato adivino, viejo loco,
debí haber despreciado tus augurios
y me hubiera servido mi caballo
hasta estos días...» Quiere ver los restos.
El poderoso Oleg se pone de camino
con Igor y los viejos invitados:
en la colina, junto al Dniéper
yacen los nobles restos
bañados por la lluvia, cubiertos por el polvo;
el viento hace ondear
sobre ellos el esparto.
Puso el príncipe el pie en la quijada del caballo
diciendo: «¡Duerme, amigo solitario!
Tu viejo amo te ha sobrevivido
y ya en mi funeral, poco distante,
no regará tu sangre bajo el hacha
las matas del esparto, ni mi cuerpo.
¡Mi perdición estaba aquí escondida!
Me amenazaba con la muerte.»
Mientras, del cráneo hueco,
salió una víbora silbando;
como una negra cinta se arrolló entre sus piernas
y de repente el príncipe dio un grito
al sentir su punzada.
La espuma se desborda de los jarros
en el banquete fúnebre de Oleg.
Igor y Olga, los príncipes, presiden;
la guardia bebe junto al río.
Recuerdan los días pasados
y los combates que libraron juntos.
Alexsandr Serguéyevich Pushkin, incluido en Poetas rusos del siglo XIX (Ediciones Rialp, Madrid, 1967, selec. y trad. de María Francisca de Castro Gil).
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Estupendo, amigo. Gracias por compartírnoslo. Abrazo
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