Porque ya pasaron los días encharcados del puerto, donde la misma vieja mercancía se vende y se compra eternamente; donde, vacías de verdad, van a la deriva las cosas muertas.
Los marineros se despiertan asustados, preguntando: «¿Qué hora es ya, compañeros? ¿Viene la aurora?»... Las nubes han tapado las estrellas, y nadie puede ver la llamada del día.
Y corren con los remos en la mano. Se quedan las camas vacías, reza la madre, la mujer mira en la puerta, el lamento de la partida llega hasta el cielo. Y la voz del Capitán grita en la oscuridad: «¡Vamos, marineros, que ya han terminado los días de puerto!»
Todos los negros males del mundo se han salido de sus cauces. Pero vosotros, marineros, tomad vuestro puesto, que la bendición de la pena va en vuestras almas. No culpéis a nadie, hermanos. Bajad vuestras frentes, que el pecado ha sido vuestro y nuestro.
El corazón de Dios venía ardiendo durante siglos de cobardía de los débiles, de arrogancia de los fuertes, de codicias de la oronda prosperidad, de rencor de los dañados, de orgullo de razas, de insultos al hombre. Y la paz divina ha estallado al fin en tormenta.
¡Parta la tempestad su corazón en pedazos, como su vaina el fruto maduro, y desparrame truenos; cese vuestro vocerío de condenación de los otros, de alabanza vuestra! Y en calma, con la oración callada en vuestras frentes, navegad hacia esa playa sin nombre.
El pecado, el mal, la muerte, que hemos conocido cada día, van ahora, como nubes, por encima del mundo, mofándose de nosotros, con pasajera risa de relámpago. Y se detienen de pronto y se convierten en prodijio.
Vengan los hombres y digan: «No te tememos, Monstruo, porque te hemos arrancado nuestra vida cada día; y morimos con la fe de que la Paz es verdad, verdad el Bien, y verdad lo Eterno.»
Si lo Inmortal no vive en el corazón de la muerte, ni florece la sabiduría alegre, rompiendo la cárcel del dolor; si el pecado no muere por su propia revelación, si no aplasta al orgullo la carga de sus honores, ¿de dónde es la esperanza que espolea a estos hombres y los echa de sus casas, como estrellas que se precipitan a la nada en la luz de la mañana?
La sangre de los mártires, el llanto de las madres, ¿se perderán en el polvo de la tierra, sin comprar el cielo? Y cuando el hombre pasa sus límites mortales, ¿no se le aparece acaso lo Infinito?
Rabindranath Tagore en La cosecha (Alianza Editorial, Madrid, 1984, trad. de Zenobia Camprubí y Juan Ramón Jiménez).
Otros poemas de Rabindranath Tagore
La cosecha (1, 10, 23, 40, 55, 60, 72, 80. Los marineros,), La fujitiva (3), Regalo de amante (10), Tránsito (25)
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