La entrada se parece, dijo, a una enorme cueva, tan grande que podemos entrar con nuestro cuerpo cubierto de hojas secas, llevando unos cuantos litros de sudor y también cenizas mezcladas con el aceite de la piel: son todos los víveres que necesitamos, dije, y no vale la pena llenarse de más cosas: para este cielo sólo se precisan vocación y ganas. Para iluminarnos en la oscuridad, dice, podemos chupar la suela de nuestros zapatos; la lengua fulgura y, en todo caso, quizás haya que prevenirse contra los dioses espías que se cuelgan como murciélagos y no nos quieren dejar ver. Además, digo, la cueva está varias veces consagrada por una centena de amantes que la habitaron, por gemidos y jadeos que resuenan todavía.
No hay que tener miedo a meterse más adentro, dijo, es mentira que no haya salida, no todas las puertas son salidas, y será mejor encontrar un refugio definitivo en la piedra, dije. Digo que la torre de marfil, y que tampoco nos vamos a quedar toda la vida dentro de la cueva. Reharemos camino y ya habrá tiempo para buscar otra cosa.
Pero el sol, dijo. Lo inventamos también. Pero los líquidos.
Pero los alimentos.
Todo está en nosotros, en la cueva, decía. Y si llegamos a comernos será sin duda de hambre y de placer. No me gusta, decía, la idea de dejar huellas. Vendrán los inspectores. Se rieron incrédulos, y se acostaron para descansar en un rincón donde nos enredamos sin más pausas.
A nuestro alrededor, sudaban las rocas y ten la precaución de llenar las cantimploras, decía.
Mario Merlino en Voces comunes (1977), incluido en Voces comunes y otros poemas. Obra reunida 1977-2006 (Fondo de Cultura Económica, Madrid, 2012, ed. de Benito del Pliego).
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