Está sentado y mira: recorre el álbum con fotos, de vez en cuando bebe y sigue mirando. Es posible que tenga frío y entonces prefiera revivir el sol de la foto con cuerpos y cabezas de hace años. Hay árboles, un coche oscuro, una sombra que abarca la mitad de uno de los cuerpos, el de la izquierda exactamente. Ha de ser su padre y en otra, más adelante, el joven con quien compartió el viaje a Lima, hablaba poco, hicieron almuerzos y paseos juntos, además el mismo hotel lleno de mochileros, parejas en aventura, juntos habrán pedido la llave a ese japonés que andaba en el cambio negro y otras oscuridades. Ahora mira, se mira, mira sus manos y tiene arrugas, como la de aquella montaña quizá de Génova o de Santos. Deben ser las siete de la tarde. Se despereza de tanto en tanto, vuelve a beber, se le agotan las páginas del álbum. Afuera está claro y no llueve como ayer. Por la ventana ve carteles de publicidad, las paredes pintadas, bastante gente que circula todavía por la plaza, y los árboles movidos por el viento, el verde en las fotos, y los bancos de piedra, blancos, grises, con figuras gesticulantes. Se besan dos, pasa una vieja cargada con las bolsas del mercado, dos chicos se persiguen.
El cristal le ofrece una difusa imagen suya, se mira, mira las fotos, no se ha peinado todavía, encuentra que la sombra debajo de los ojos le sienta bien, un cartel se enciende y se apaga, habla del cigarrillo para sus momentos de ocio, de placer, de intimidad, y en ese mismo momento enciende uno de los suyos, observa como se consume el fuego del fósforo, reproduce imágenes de cine, ha visto antes a alguien en una pose semejante, actúa, mira la curva que realiza el fósforo consumiéndose como un viejo. Ése que alguien captó en una calle de Palos de Moguer, la vida agostándose en segundos, mira al viejo en el álbum, mira el fósforo, mira la planta triste después de tantos días sin agua. Ahora se incorpora, acaricia la mesa, va al baño, se abre la cremallera lentamente, pone en libertad su sexo oculto, el fósforo, se para frente al inodoro, se relaja, mea y mea, deben ser litros, mira el líquido, el agua de las mangueras lanzando chorros en la plaza, se queda estático, se derrama. Después decide dormir o quizá viaja, o quizá se hunde en recuerdos de lugares y cabellos acariciados alguna vez en horas veloces, o quizá se va y no vuelve, o quizá se observa nuevamente en el cristal, o quizás escupe en el espejo, o quizá marca un número en el teléfono y nadie contesta, o quizá mastica un pedazo de pollo mientras rememora carnes de hombres y mujeres sepultados, o quizás es simple y enciende la televisión por hacer algo, o quizás escribe una carta sin memoria, o quizás escribe sin pensar en lo que escribe, o quizás levanta el vaso y brinda por cualquier ausente, o quizás se remuerde y se lastima los labios esperando, o quizás se olvidó debajo de la almohada el alicate, o quizás dejó su voz en el zapato, o quizá se atreve y llama nuevamente, y le contestan y se ve eyaculando en el desierto.
Está ahora en la calle. Ha cerrado todas las puertas, ha cerrado la llave del gas, ha mirado detenidamente sus maletas, ha dejado en desorden sus papeles. Camina eligiendo un rumbo cierto. Llega y toca el timbre, entra sin hablar, enciende un cigarrillo, se enreda y enciende en el abrazo premeditado,
el cuerpo inevitable y apenas conocido le llega con sabor a café, a sábanas, a algún almuerzo lejano.
Mario Merlino en Voces comunes (1977), incluido en Voces comunes y otros poemas. Obra reunida 1977-2006 (Fondo de Cultura Económica, Madrid, 2012, ed. de Benito del Pliego).
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