A Maurice Blanchot
La desafiaba, se adelantaba hacia su corazón, semejante a un boxeador con dobladillo, alado y poderoso, muy en el centro de la geometría atacante y defensora de sus piernas. Sopesaba con la mirada las cualidades del adversario que se contentaba con ceder, atrapado entre una virginidad agradable y su experiencia. Sobre la blanca superficie donde se desarrollaba el combate, ambos olvidaban a los espectadores inexorables. Por el aire de junio revoloteaba el nombre propio de las flores del primer día del verano. Finalmente una ligera arruga recorrió la mejilla del segundo y se dibujó en ella una raya rosa. La réplica brotó seca y consecuente. Con las corvas de repente semejantes a ropa tendida, el hombre flotó y titubeó. Pero los puños de enfrente no se aprovecharon de su ventaja, renunciaron a rematar. Ahora las cabezas magulladas de los dos contendientes se balanceaban una contra otra. En ese momento el primero debió de decirle adrede al segundo, al oído, palabras tan perfectamente ofensivas, o apropiadas, o enigmáticas, que de éste surgió rápido, total, preciso, un rayo que tumbó cuan largo era al incomprensible combatiente.
Ciertos seres poseen una significación que nos falta. ¿Quiénes son? Su secreto mora en lo más profundo del secreto mismo de la vida. Se acercan a ella. Ella los mata. Pero el porvenir al que así han despertado con un murmullo, adivinándolos, los crea. ¡Dédalo del extremo amor!
René Char en La palabra en archipiélago (1952-1960) (Ediciones Hiperión, Madrid, 1996, trad. de Jorge Riechmann).
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