Su tropa apareció en la línea divisoria entre los cedros. Y del campo de la vieja cosecha en adelante regado y verde.
La larga caminata les había acalorado.
La gorra se les rompía en los ojos y su pie derrengado se plantaba en lo incierto. Nos vieron y pararon.
A todas luces no pensaban encontrarnos allí, en tierras fáciles y surcos bien cercados, completamente despreocupados de todo público. Alzamos la frente y les dimos ánimo.
El más elocuente se acercó, luego otro igualmente desarraigado y lento. Hemos venido, dijeron, para avisaros de la llegada próxima del huracán, vuestro implacable adversario. Igual que vosotros, sólo lo conocemos por relatos y confesiones de antepasados. Mas, ¿por qué somos felices incomprensiblemente ante vosotros y de repente parecidos a niños?
Dimos las gracias y los echamos de allí.
Pero antes bebieron, y les temblaban las manos, y les reían los bordes de los ojos.
Hombres de árboles y de destral, capaces de plantar cara a algún terror, pero ineptos en guiar el agua, en alinear mampostería, en enlucirla con colores agradables.
Seguirían ignorando el jardín de invierno y la economía del gozo.
Es verdad que hubiéramos podido convencerles y ganárnoslos,
pues la angustia ante el huracán es conmovedora.
Sí, estaba al llegar el huracán;
mas ¿valía la pena hablar de ello y perturbar el porvenir?
En donde nosotros estamos no hay temores urgentes.
Sivergues, 30 de septiembre de 1949
René Char en Los matinales (1947-1949), incluido en Poesía esencial (Galaxia Gutenberg-Círculo de lectores, Barcelona, 2005, ed. y trad. de Jorge Riechmann).
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