Al comienzo fue una leve brisa cálida, casi una caricia cada vez más sutilmente desmedida de los elementos. Luego nos descubrimos sintiendo en plena cara los primeros granos de arena dura y fría, ríspida, arisca, rígida, mientras los cielos se hacían de un azul pálido como acero templado, destemplado, gris. Poco a poco las dunas se fueron instalando, a la vez graves y gráciles, profundamente grávidas, de una oscura belleza amenazante, con el peso concreto de la vida más la forma del aire y, en las esquinas todavía alumbradas o en los barrios ya devorados por la sombra, el adoquín y el asfalto resultaron cubiertos, breve y precisamente. No menos malo era sentir crecer a eso dentro de uno, insaciable, roedor, combativo, total. El desierto al ataque no era invasor apenas, no sólo nos cubría y nos apabullaba, tan falsamente manso. También nos convertía en su dominio, al imponernos sus dominios, secando nuestras mentes junto con nuestros labios, agrietando a la vez párpados y canales de acceso, corazones y vías de comunicación. Bajo el cielo metálico, crudamente opaco, a una breve esperanza muy pronto desmentida la trajeron unas púdicas matas, un momentáneo resplandor de verde coronando siquiera fugazmente las moles movedizas y cambiantes de los crecientes médanos, mínimo atisbo de reflejos vitales rápidamente desvaído y tornado recuerdo. Pero lo peor fue quedarse viéndolos llegar, silenciosos, hoscos, lentamente, casi como forzados pero en realidad indomables, hirsutos, sólidamente bárbaros, más que ajenos, otros, y sorpresivamente o poco a poco descubrir, darnos cuenta que ya éramos, finalmente, del todo, también, definitivamente quizá, como ellos.
Rodolfo Alonso
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