No hubo otro rubí más incesantemente
codiciado que aquel que por mi cuerpo,
tumultuoso y núbil, desleíase.
Y sabía que toda la hermosura
y el peligro se congregaba allí,
como en todos los cuellos de los mártires,
con esos cuellos dóciles, abatidos
por el amor más trágico.
Y por eso, cada noche, mi padre
desgarraba la organza
-peinada madreselva- de mi colcha.
Doblando mi cabeza, pulsera en mi pelo
por sus venas azules, y a la espada
-olía a cobre su pecho tan cercano-
mi garganta ofrecía.
El miedo se desgaja de mis muslos
y acomete a mi boca una sorda tormenta
que aprisiona los gritos en esquirlas de ámbar.
Amor: violenta muerte.
Mi brazo del embozo rescatado
busca la balaustrada y aguardo el estertor
pues la muerte me acecha cautelosa
antes de la postrera sacudida,
y me ofreces vitrales, y coronas de mirto,
y mi nombre, entre flexibles palmas,
en el Año Cristiano.
Pero no. No quiero resbalar,
caer del borde donde permanezco.
Que alguna voz amiga me despierte,
que un bondadoso ángel detenga mi martirio,
que en el momento último
mi padre se arrepienta y me perdone.
En mi garganta el grito se abre paso.
Cae atrás mi cabeza, y las dalias,
sus radiantes bengalas de púrpura teñidas,
estallan desde el búcaro fragante de mi cuello
y entre mis pechos arden.
Ana Rossetti en Devocionario (Visor Libros, Madrid, 1986).
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