Me vio botando un balón de plástico
tratando de encestarlo en un aro que sólo existía en mi cabeza.
Me dijo que si yo quería me compraba una canasta y un balón de reglamento.
Era mi tío José, Papá Noel que también venía a mitad de primavera
cargado de relojes de pared con forma de animales que movían los ojos,
exprimidores y cuchillos eléctricos,
relojes digitales que se iluminaban en la noche,
burros de plástico que cagaban cigarrillos,
cosas entonces extrañas y absurdas
anunciando a las marías la buena nueva de la sociedad de consumo
que acabaría dejándonos preñados a todos.
Mi tío celebraba su llegada llevándonos al Parador Nacional Cristóbal Colón,
un lugar al final del asfalto, frente a la playa,
preludio de especuladores sin plan de ordenación urbana
que se pasarían por el forro todas las declaraciones de espacio protegido.
Mi tío me paseaba por el pueblo en su SEAT 1500,
una esmeralda verde en movimiento restallando cal en sus cromados,
cuando casi nadie tenía coche,
esquivando baches, burros, campesinos que salían de las tabernas
y se paraban en mitad del barrizal para saludarle.
Mi tío era alto y el ser más elegante que jamás vieron mis ojos,
pero le dije que no, que no quería su canasta importada de Taiwán,
ni su pelota de marca
y se echó a reír, confuso, mirando a mi madre.
Acuérdate, le dijo, éste poeta
y si me apuras, anarquista, como mi compadre, el pobre Barbosa.
No volví a verlo nunca más,
su coche se cruzó con el primer supermercado que abrían en el pueblo
y desapareció envuelto en una nube de polvo y olvido.
Ese verano murió mi tío José y a mí se me desinfló la infancia,
descubrí el amor y en una librería de Casas Ibáñez
un libro de poemas de Miguel Hernández que copié entero
esperando que de aquellos versos nacieran los míos.
Años después, cuando todo esto parecía estar muy lejos de mi memoria,
encontré en mi buzón un regalo,
un libro con las obras completas de un tal Diego Barbosa
y entre las fotos de su biografía, una junto a mi tío, los dos muy jóvenes,
en un mitin proamnistía del Ateneo Libertario de Chiclana,
una foto como un silencio,
un sueño roto
o un manantial.
Antonio Orihuela en La piel sobre la piel (La mano vegetal, Sevilla, 2005).
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Los ojos que se nos van abriendo a golpes de recuerdos y de vida, que poco a poco vamos entendiendo. Siempre se pasa de una etapa a otra con un golpe brusco, siendo conscientes de que estamos creciendo.
ResponderEliminarBesos
Me gusta mucho este lado entrañable de Antonio Orihuela; me gusta menos cuando se pone panfletario.
ResponderEliminarHola! Disculpad la interrupción, si lo es.
ResponderEliminarEs un hermoso poema; otras cosas del mismo autor tb me han gustado; gracias por ofrecerlo a la lectura.
Un saludo
Estos poemas suyos de recuerdos de infancia me encantan. Sus panfletos, no.
ResponderEliminarUn saludo.