en una de las casas
un viejo remienda su red
en la casi invisible caída de la noche;
brilla el oscuro marrón-púrpura
de su gastada lanzadera.
Es tan fuerte el olor a bacalao
que lloran los ojos y se humedece la nariz.
Las cinco casas visten pronunciados tejados
y angostos travesaños
que conducen a desvanes
para el ir y venir de las carretillas.
Todo es plata: la pesada superficie del mar,
que lenta asciende como si temiera derramarse,
es opaca, pero lo plateado de los bancos,
las nasas langosteras y los mástiles, esparcidos
entre dentadas rocas salvajes,
revelan la aparente translucidez
de los vetustos, diminutos edificios de musgo esmeralda
que crecen junto al mar.
Los barriles desbordan
hermosas escamas de arenque
y las cestas de pescado repletas
de lechosas e iridiscentes conchas
e iridiscentes pequeñitas moscas cintilando.
Ladera arriba, tras las casas,
plantado en el rocío disperso de la hierba,
yace un cabestrante de viga raída,
con dos descoloridas manivelas
y manchas de sangre seca, como la melancolía,
donde el hierro ya se oxidó.
El viejo, amigo de mi abuelo,
acepta un Lucky Strike.
Hablamos del descenso en la población
de bacalao y arenque
mientras espera que llegue la barca arenquera.
Brillan las escamas como lentejuelas en su chaleco y su pulgar;
ha escamado, su esencial belleza,
tantos peces con ese viejo cuchillo negro
cuya hoja es casi roma.
Abajo, en la orilla del agua, donde arrastran
las barcas hacia la rampa
que entra al mar, esbeltos plateados
troncos horizontales
sobre grises piedras, descienden
a intervalos de más de un metro.
Frío oscuro profundo y absolutamente diáfano,
elemento intolerable a los humanos,
a los peces y a las focas… tarde tras tarde
he visto aquí a una foca en particular.
Despertaba su curiosidad. Le interesaba la música
y creía, como yo, en la total inmersión;
así que solía cantarle himnos baptistas.
También le cantaba «Fortaleza todopoderosa es nuestro Dios».
Erguida desde el agua me miraba
atenta, sacudiendo su cabeza.
Desaparecía y de pronto volvía a emerger
en el mismo sitio, con cierto desgaire,
como si actuara en contra de su voluntad.
Fría oscura profunda y absolutamente diáfana
la claridad grisácea del agua helada… al fondo, tras nosotros,
los graves, altos abetos.
Azulados, reunidos en sus sombras,
miles de árboles navideños esperan
la Navidad. El agua pareciera suspendida
sobre el azul gris de las redondas piedras.
He visto una y otra vez el mismo mar, el mismo
leve e indiferente mecerse sobre las piedras,
gélido y libre por encima de las piedras,
sobre las piedras y luego sobre el mundo.
Si hundieras la mano en él,
de inmediato te dolería la muñeca;
lastimaría tus huesos y ardería tu mano
como si el agua fuese la transmutación del fuego
alimentada de piedras para arder en la oscura llama gris.
Si lo probaras, al principio te sabría amargo,
después, salado, luego seguro te quemaría la lengua.
Es como imaginamos el conocimiento:
oscuro, salado, claro, móvil, plenamente libre,
extraído de la fría y áspera boca
del mundo, nacido de rocoso seno,
siempre fluye y se retrae; y como
nuestro conocimiento es histórico, transcurre y pasa.
Elizabeth Bishop, incluido en Altazor. Revista electrónica de literatura (1ª época, año 2, julio de 2020, Chile, versiones de Jeannette Clariond).
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