Las cobras
han extraviado los únicos silbidos que poseían.
Las sirenas
silban
el nuevo día. Con fines inexplicables
los automóviles
trasladan
a puntos clave
inmensos sacos hinchados de silbidos.
La Prensa,
La Radio,
La T. V. y los Altos Círculos de la Nación
silban singularmente en circuito cerrado.
Los artistas, víctimas del lujo, a solas silban la poesía.
Los malhechores públicos convertidos en héroes
y en familias pudientes,
elevados
sobre grandes pedestales de hierro,
invisibles
imponen, a fuego lento, la rueda alucinante de una moral silbada.
Con acento extranjero, tras gruesos lentes ahumados,
la policía
saca sombras chinas y desafinados silbidos de los huesos
de las víctimas elegidas. Las sábanas silban en los alambres
y la libertad silba en las ametralladoras, mientras,
reclinada en su lecho de rosas, la sífiles, con aire digno,
silba su monótona y dulzona y antigua canción.
Las iluminaciones
superpuestas del teatro bifronte, los tenebrosos homosexuales
que flotan en dos aguas y los señoritos con aspecto de floreros;
el café
y las visitas intelectuales con un clavel de sospecha
en la solapa; la roja fotografía del bebedor y una cola infantil
que mueve al llanto, rechiflan
sus comedias
por el ojo insistente de una llave.
Roberto Sosa, incluido en Poesía contemporánea de Centroamérica (Los libros de la frontera, Barcelona, 1983, selec. de Roberto Armijo y Rigoberto Paredes).
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