El pueblecito de Kirkwall, en las Islas Orkney, envuelto en una niebla de mediados de invierno, horizontal y encantador como un grabado japonés.
San Francisco y el Golden Gate desde la cima de Twin Peaks.
Gibraltar en un día de primavera, todos tonos al pastel, como el telón de fondo de una comedia musical.
Mi primera visión del trópico, las palmeras surgidas de pronto entre la oscuridad de la madrugada, la tremenda quietud, el olor agridulce, la inconmensurable extrañeza.
El Trentino una mañana gloriosa, subiendo de Verona al Paso del Brenero.
Alemania Central de Bremen a Munich, todo en un sólo día, con los manzanos en flor.
Copenhague, una noche de farra, con la Polizei por toda la ciudad buscando al americano que arruinó el piano.
Cristianía en enero, con la estatua de Ibsen, encapuchada de nieve apareciendo en la semi-oscuridad como un fantasma en un sótano.
La playa de la isla Tybe, con el suave, escalofriante ruido de los cangrejos.
Un niño que jugaba en un descampado de una población abandonada de Dios en el desierto de Wyoming.
El montoncito de piedras en la costa de la isla de Watling (San Salvador), que señala el lugar del desembarco de Colón.
Una aburrida noche en un hotel de Buffalo, leyendo la Versión Americana Revisada del Nuevo Testamento.
El día que recibí las pruebas de mi primer libro.
Henry Louis Mencken, incluido en Antología de la poesía norteamericana (Fundación editorial El perro y la rana, Venezuela, 2007, selec. de Ernesto Cardenal, trad. de José Coronel Urtecho y Ernesto Cardenal).
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