(Las ocho y cuarto de la mañana del lunes, 6 de agosto, 1945)
Atado a mi corazón como Ixión a la rueda,
clavado a mi corazón como el Ladrón en la Cruz,
quedo colgado entre nuestro Cristo y la brecha donde se perdió el mundo.
Yo observo el sol espectral en la Calle del Hambre,
el fantasma del corazón del Hombre, rojo Caín,
y la más criminal mente
del Hombre, todavía más rojo que Nerón, que concibió la muerte
de su Madre Tierra y desgarró
su vientre para conocer el sitio donde había sido concebido.
Pero los ojos no se afligieron,
pues ninguno quedó para las lágrimas:
estaban cegados como los años
desde que Cristo nació. Madre o Asesino, tú has dado o quitado la vida.
¡Ahora todo es uno!
Hubo una mañana en que la divina Luz
era joven. La hermosa Primera Criatura vino
a nuestros manantiales, y nos creyó sin culpa.
Nuestros corazones parecían seguros en nuestros pechos y cantaban a la Luz.
El tuétano en el hueso
soñábamos que estaba seguro. La sangre en las venas, la savia en el árbol
eran manantiales de Divinidad.
Pero yo vi a los pequeños Hombres-Hormigas mientras corrían
llevando la mundanal carga de la inmundicia del mundo.
Y la inmundicia del corazón del Hombre
comprimida hasta que aquellas lascivias y codicias tuvieran más calor
que el sol.
Y el rayo de aquel calor llegó silencioso, sacudió el cielo
como en busca de alimento, estrujó los vapores
de todo lo que crece en la tierra, hasta que estuvo seco.
Y bebió el tuétano del hueso:
los ojos que veían, los labios que besaban, se fueron
o, negros como el trueno, yacen y hacen muecas al Sol asesinado.
Los vivos ciegos y los muertos que ven, juntos yacen
como enamorados... Entonces ya no había más odio,
ni más amor: acabado está el corazón del hombre.
Edith Sitwell, incluido en Antología de poetas ingleses modernos (Editorial Gredos, Madrid, 1963, trad. de Esteban Pujáls).
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