Una serpiente vino hasta el pilón;
era un día caliente, muy caliente, y yo, en pijama,
iba para beber allí.
Por la sombra profunda y extrañamente perfumada del gran algarrobero
bajé los escalones con mi jarro,
mas tuve que esperar, tuve que detenerme y esperar; alguien había llegado para beber antes que yo.
Salía de la sombra, de una hendidura de la pared de adobe,
y arrastrando la amarillenta y parda laxitud de su cuerpo flexible, por sobre el borde del pilón,
se había deslizado hasta abajo y apoyaba su garganta sobre el fondo de piedra,
y en un charquito claro, hecho del gotear del grifo,
sorbía el agua con su recta boca,
suavemente bebía, y a través de las encías rectas el agua penetraba por su flexible y largo cuerpo,
sin rumor.
Alguien estaba antes que yo, bebiendo.
Yo sólo era el segundo; tenía que esperar.
Levantó la cabeza, dejando de beber, como las vacas lo hacen,
y me miró vagamente, como las vacas hacen al beber,
y de sus labios salió vibrando la bifurcada lengua, y se quedó un momento pensativa,
y se inclinó y bebió un poquito más...
ser pardo de tierra, dorado de tierra, de las ardientes entrañas de la tierra,
en el día de julio siciliano, con el Etna humeante.
La voz de mi educación de hombre me dijo:
Hay que matarla,
porque en Sicilia las serpientes negras son inocentes, pero las doradas son venenosas.
Voces en mí dijeron: “Si tú fueras un hombre
cogerías un palo, la quebrarías a palos, la matarías.”
Oh, pero ¿tendré que confesar cuánto me gustaba,
cuál era mi contento de que así como un huésped tranquilamente hubiera venido para beber en mi pilón,
para luego marcharse, apaciguada, en paz, y sin darme las gracias,
sumergirse de nuevo en las ardientes entrañas de esta tierra?
¿Era acaso cobardía lo que no me dejaba matarla?
¿Era perversidad aquel deseo loco de hablar con ella?
¿Era humildad el sentirme así honrado?
Porque ciertamente me sentía honrado...
Ah, pero aquellas voces:
Si tú fueras un hombre ya la habrías matado.
Y en verdad que tenía miedo, sí, mucho miedo.
Y, sin embargo, me sentía más honrado ahora
de que hubiese venido hasta mi casa en busca de mi hospitalidad,
fuera del negro pórtico de la secreta tierra.
Bebió bastante,
y levantó la cabeza, como en sueños, como el que está embriagado ;
vibró su lengüeciíla, como una noche bifurcada que surgiera en el aire, así de negra,
con ese gesto de lamerse los labios,
y miró alrededor lo mismo que una diosa; sin ver, miró en el aire,
y volvió lentamente la cabeza,
y despacio, muy despacio, como sumida en triple sueño,
comenzó a deslizar su lenta longitud, curvada ahora,
y a trepar otra vez la rota orilla de mi pared de adobe.
Y cuando metió la cabeza en aquel horrible agujero,
cuando contrajo el cuerpo, ajustando sus hombros de serpiente, y entró aún más en la hendidura,
una especie de horror, una protesta contra su retirarse en aquel horrible, en aquel tenebroso agujero,
contra aquella voluntad de entrar en la negrura, contra aquel contraerse para penetrar en ella,
se apoderó de mí, ahora que ya el réptil me había vuelto la espalda.
Miré en torno de mí, posé mi jarro,
cogí un tosco leño
y lo arrojé al pilón ruidosamente.
Creo que no le di,
mas de repente, la parte que aún quedaba fuera del agujero, con una convulsión de enloquecida prisa,
se arrugó como un rayo y desapareció
por aquel hoyo negro, por aquella hendidura de labios de tierra
a la cual en la intensa calma del mediodía yo miraba fascinado.
E inmediatamente lo sentí,
pensé qué bajo, qué vulgar, qué acción tan cobarde.
Y me desprecié a mí mismo y desprecié las voces de mi maldita educación humana.
Y pensé en el albatros,
y deseaba que volviera otra vez, deseaba ver mi serpiente.
Porque me parecía
otra vez una reina,
como una reina desterrada, sin corona en los infiernos lóbregos,
a quien debida le era su corona de nuevo.
Y he aquí cómo perdí una ocasión con uno de los grandes señores de la vida.
Y tengo algo que expiar, un acto
propio de un ser mezquino.
D. H. Lawrence, incluido en Antología de poetas ingleses modernos (Editorial Gredos, Madrid, 1963, trad. de José Antonio Muñoz Rojas).
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